El mundo según H.P. Lovecraft

Por Joaquín García Ruiz-Zorrilla



Escribir, según Lovecraft

Lovecraft se separó del miedo racional y explicable —cuya fractura comenzó Poe y continuaron otros autores norteamericanos como Arthur Machen o W. H. Hodgson —, apuntando a un nuevo tipo de horror cósmico y no racionalizable, que concuerda con su posición atea y materialista. Es una escritura que apunta a lo que es más extranjero de nosotros mismos y que pese a su impacto en el cuerpo, mediante “el milagro” de la metaforización que instala la lectura, no tiene por qué producir necesariamente miedo.

Es una literatura, en cierto sentido inhumana, ya que con frecuencia las fuerzas que habitan el universo y la imponente arquitectura de las ciudades acaban resultando más importantes que los propios personajes. Estos suelen ser esquemáticos y anodinos; de ellos apenas sabemos algún elemento biográfico, casi nada de su deseo, a veces ni siquiera sus nombres, lo que viene a reforzar (por desgracia) su carácter de intercambiables.

Si el procedimiento literario en los cuentos de detectives infalibles como Sherlock Holmes era dar explicación racional y científica a lo contingente e improbable, aquí se trataría hacer verosímiles sucesos imposibles. No es fácil discernir cuánta fe tenía en los seres sobrenaturales que describe y cuánto hay de artefacto literario. ¿La única certeza era el miedo, la angustia?

La escritura en este sentido podemos considerarla al mismo tiempo una pantalla para poder tomar distancia de la angustia y el horror y a su vez evocarlos gozosamente. La inspiración para sus relatos parte de la imaginación y de sus propias pesadillas, así que podemos pensar su escritura como una modalidad particular de goce.

Su estilo inconfundible forma parte de un realismo que Graham Harman ha calificado de “raro” [1], extraño, de prosa clara y precisa dotando a lo narrado de gran verosimilitud. Prosa organizada desde una visión poética y estética (Lovecraft fue primeramente poeta), predominando en algunas frases la sonoridad a la significación y un sentido a veces muy trastabillado, como si el lenguaje no fuera un material suficientemente maleable.

Su escritura, tan característica, testimonia que no hay singularidad universal y que esta nunca se puede explicar completamente, ni siquiera de forma multicausal. Lo cual no se resuelve por añadir datos biográficos o contextuales.

Es importante decir que algunos de sus relatos como bien ha advertido Houellebecq [2] tienen un carácter profundamente reaccionario, herederos de una ideología puritana y conservadora, como un racismo y clasismo evidentes, lo cual en mi opinión no anula la singularidad del conjunto de su producción. A este respecto sería más partidario de una lectura crítica o advertida, que una cultura de la cancelación.

Una literatura que fue también —pese a la tan recalcada misantropía por parte de algunos de sus biógrafos—, una forma de amor hacia quienes más influyeron en su literatura (fundamentalmente hacia Edgar Allan Poe y Lord Dunsany y también Arthur Machen) los cuales consideraba una especie de padres espirituales. Y también hacia su abuelo, del que aprendió el gusto por la lectura oral y la sonoridad de la palabra.

La escritura le permitió a Lovecraft hacer lazo social con otros y otras que escribían en su época, dirigiéndoles en sus relatos muchas notas de reconocimiento y gratitud, muy lejos del hombre hecho a sí mismo, siendo arquitecto de un nuevo lenguaje literario. No sin los otros. Pero yendo más allá de sus coordenadas.

Una topografía del horror

El cuento “Dagón” (1919) refleja muy bien como entendía Lovecraft el horror y el campo de la realidad. Es una visión del mundo que se podría sumar a la serie de fracturas narcisistas de la historia de la humanidad (Copérnico, Darwin, Freud) salvo que para él el ser humano es insignificante desde el principio frente a fuerzas desconocidas y elementales.

Si pensamos en los cuentos de hadas, los relatos del ghost story victorianos o las películas modernas de género slasher, el peligro suele estar acotado a una casa, marcada por alguna oscura leyenda o donde se han cometido terribles crímenes, casa o mansión que funcionaría como una especie de inconsciente reprimido, en una topología de la esfera.

Algo parecido sucedía en Drácula(1897) donde la malignidad se circunscribe a un castillo donde habita un vampiro, quedando reforzado su aislamiento por distintos límites geográficos que habría que atravesar para llegar hasta él como montañas y ríos. El pavor comienza cuando esa malignidad, podría escapar y comenzar a extenderse, como la peste, amenazando el orden “natural” burgués y protestaste.

La presencia del horror en la literatura de Lovecraft aunque es cierta, es mucho más difusa y deslocalizada. Un relato parecido a Drácula, por su horror localizable es el “El morador de las tinieblas” (1935), que recuerda también en algunos aspectos a “El Viyi” (1835) de Nikolái Gogol. El horror localizado son excepciones en la producción de Lovecraft.

Atendiendo a la biografía y los relatos de HPL, podemos diseñar un cuadro que refleje como entendía el escritor de Providence el campo de la realidad. Este estaría dividido en dos órdenes cualitativamente diferentes vinculados de un modo peculiar que trataré de explicar:

La primera realidad es la realidad prosaica y cotidiana, que no solo es aburrida según Lovecraft, sino que puede ser difícil de soportar por las constricciones que imponen el espacio y el tiempo. Hay que recordar que Lovecraft consideraba que la vida adulta era el infierno. Además resulta indigna para un caballero inglés como él. Sería el campo castración simbólica o el infortunio común freudiano y regiría lo imposible de la relación sexual. Hay que tener en cuenta que a Lovecraft en muchos sentidos le fue difícil vivir en este orden (le fue difícil ganarse la vida y alcanzar el amor por ejemplo). Este es el orden común, donde vivimos todos.

Siguiendo la lógica de la primera realidad, hay que señalar que en sus relatos están casi ausentes la sexualidad, el trabajo y el dinero viviendo sus personajes en un mundo ahistórico, casi precapitalista. Cuando algún personaje ha ganado dinero suele ser mediante algún procedimiento injusto. La figura del enriquecimiento ilícito aparece de manera esporádica en alguno de sus relatos. La solución ante ese panorama tan poco estimulante podría pasar por viajar e intentar tener contacto con la segunda realidad más fascinante ya que entre ambas hay cierta permeabilidad.

El segundo orden de la realidad, que llamaré primordial a falta de un término mejor tiene una cualidad maravillosa como los cuentos de Lord Dunsany pero que puede volverse inquietante o aterradora y convertir a los personajes en seres extraños. Es el registro, donde residen seres y fuerzas preternaturales que producen miedo y locura. Este orden correspondería al registro imaginario de Jacques Lacan. Aquí encontramos lo real del goce y lo real contingente, marcado por el mal encuentro con las criaturas. Hay que entender que no es posible el buen encuentro con las criaturas lovecraftianas.

Las “puertas” de acceso a esta segunda realidad son, entre otras, la investigación científica (peligrosa por sus posibles consecuencias), el viaje onírico (placentero pero peligroso por su posible destino y no resultar fácil el regreso), la lectura de libros prohibidos (grimorios mágicos por ejemplo como el Necronomicón) o escuchar cierto tipo de música (sonido de crótalos y flautas fundamentalmente). A veces también se puede llegar hasta ella de forma “evolutiva” como resultado de una endogamia degenerativa en lugares aislados que acaba produciendo seres aberrantes y monstruosos como en “El horror de Dunwich” (1928) o ser convocados estos seres a través de objetos mágicos como en “El morador de las tinieblas” (1935).

Los viajes oníricos, a través del tiempo, más frecuentes en su primera etapa de producción, son de clara herencia dunsaniana. En “La llave de plata” (1926) podemos leer: «existen repliegues en el tiempo y en el espacio, en la fantasía y en la realidad, que solo un soñador puede adivinar; y, por lo que sé de Carter, creo que ha descubierto una forma de atravesar esos laberintos» [3].

En el “El Extraño” (1921), vemos las funestas consecuencias de un viaje onírico: «ahora cabalgo en el viento nocturno con los espíritus necrófagos, burlescos y amistosos, y juego durante el día entre las catacumbas de Nefrén-Ka, en el valle sellado e ignoto de Hadoth, junto al Nilo. Se que no hay luz para mí, salvo la que derrama la luna sobre las tumbas rocosas de Neb. Porque aunque el nepente me ha calmado, sé que soy un extraño; un intruso en este siglo y entre los que aún son hombres» [4].

Siguiendo sus narraciones, es importante observar que resulta mucho más fácil ir de la primera dimensión a la segunda que al contrario. De vuelta a la realidad cotidiana a veces se produce un efecto retorno brusco, como el despertar en un hospital psiquiátrico como en “La llamada de Cthulhu” (1926). Analizando estos dos callejones sin salida, vemos que el mundo según lo pensó Lovecraft es un mundo sin deseo e incluso sin sujeto. Aunque es de agradecer que no siempre cifró por completo el destino de sus personajes. Quedaba la puerta abierta a que puedan hacer con lo mismo, otra cosa.

El horror, en suma, funcionaría como un condensador de goce del cual la escritura sería una especie de nepente, droga que según La Odisea calmaba el dolor y la cólera. El horror entonces para el escritor produciría tanto placer como aflicción. Y sus protagonistas huyen de él y lo buscan al mismo tiempo como en las “La sombras sobre Insmouth” (1931) lo que justifica considerarlo éxtimo.

El horror funciona en cierta forma también por acumulación, al ir comprobando distintas informaciones y sucesos, invadiendo progresivamente todo el campo de la realidad como en “Las montañas de la locura” (1936) o “La sombra de Insmouth” (1931). Respecto a sus narraciones Lovecraft reconocía con frecuencia la insuficiencia del lenguaje para dar cuenta de ciertos sucesos aludiendo con frecuencia a lo “innominable” o “indescriptible”.

El crescendo y sus criaturas

Sus seres sobrenaturales, si llegar a ser vistos, no suelen poder integrarse en una visión totalizante. Se hallan en una especie de fuera de campo cinematográfico, que al iluminar un ángulo se ocultaran otros. Muchas veces son apenas intuidos y escuchados (llegan a través del objeto voz con más frecuencia que el objeto mirada), siendo solo discernible o extraíble algún rasgo particular como su viscosidad, un susurro o un zumbido. Estos, habitualmente no hablan y solo emiten sonidos aterradores y no están sujetos a cierta humanización, que puede producirnos cierta ternura o compasión, como el Asterión de Borges o el cíclope Polifemo de la Odisea.

Su amigo y albacea August Derleth los sintetizó en Dioses primordiales y arquetípicos, introduciendo una distinción moral que creo que está ausente en la concepción de Lovecraft. Una versión parecida, maniquea y dualista, de trasfondo cristiano, hallará su apogeo en J. R. R. Tolkien, autor que también estuvo muy inspirado por Dunsany.

Acerca de estas criaturas, que tanto han fascinado a sus fans, se han realizado diversos bestiarios. Pero estas no se agrupan en auténticas cosmogonías o familias como las deidades grecolatinas, y por tanto, no se pueden sistematizar tal como se ha pretendido porque aunque sean múltiples y de carácter espectacular, podemos considerarlos reflejos caleidoscópicos de un mismo Otro ominoso, con una malignidad esencial, prehumana e inmanente, más que una verdadera crueldad, perversamente entendida.

Por otro lado, no parece razonable pensar que Lovecraft creyera literalmente en ellos. Más bien que escribir le ayudaba a ficcionalizar la angustia y los miedos — de forma sinthomática o no —que le acosaban desde niño. Algunos de sus cuentos son la reescritura de sus propias pesadillas.

Sus atmósferas (que para él eran lo más importante en un relato de miedo logrado) aumentan cual orquesta macabra en un crescendo que tras una especie de fractura con el lenguaje humano, alcanza un momento extático y sublime (frente al que ya no se puede saber o no conviene saber) que suele venir precedido de sonidos de tambores, crótalos o flautas. Momento, en el cual el objeto voz es mostrado en su mayor presencia, desnudo, en su carácter horrible y antihumano. Por ejemplo en “La música de Erich Zann” (1921), la música se convierte en un pandemónium incomprensible con carácter premonitorio, probando que la literatura fantástica no requiere obligatoriamente de monstruos.


Notas

[1] Graham, H., Realismo raro. Lovecraft y la filosofía. Salamanca, Holobionte Ediciones, 2020

[2] Houellebecq, M. H.P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida. Barcelona, Anagrama, 2021

[3] «La llave de plata». H. P. Lovecraft. Narrativa completa, vol. I. Madrid, Editorial Valdemar, pág. 755

[4] «El extraño». H. P. Lovecraft. Narrativa completa, vol. I. Madrid, Editorial Valdemar, pág. 301