Por Simón Delgado
El actor, para poder separarse del Otro-público y tener una mayor autonomía; aproximándose así a la verdad escénica, ha de correr el riesgo de afrontar el vacío que supone el abandonar al espectador y cederle la “máscara”. Ha de buscar no identificarse con él, pues, en ese entramado que el actor mismo ha construido, puede quedar alienado y sujeto a una representación que es repetición de la repetición y simulacro sin fin. Simulacro que es de carácter significante, supeditado al Otro-público y que el actor asume como un mandato externo. Como una construcción en la que consiente, pero que anula su libertad al someterlo a un absoluto que es un imperativo: “¡Hazlo bien!”. (Como si hubiera una sola manera determinada y definitiva de “hacerlo bien”). No es así, pues, “siempre es otra cosa”, como nos dice Lacan.
Ese Otro-público, al mismo tiempo que le ofrece al actor un reconocimiento, le ata y le esclaviza. Bajo el dominio del espectador está sujeto al deseo del Otro, supeditado y al servicio de ese juego especular que impide y no hace presente su propio deseo, su propia singularidad. Si renuncia a la idea de constituirse en alguien significativo para el Otro-público, puede sostener y hacerse cargo de sus propios impulsos. En cambio, si se identifica con el espectador y pretende ser alguien para él, dejará de estar vivo sobre el escenario, dejará de estar creativo.
Se trata de dos caminos que son excluyentes y no intercambiables. El actor tiene ante sí dos opciones y puede posicionarse de un lado o del otro. Del lado del público, intentará ser alguien para él, pero esto le impide la vía de lo más propio. Si, por el contrario, opta por la no significación, por el vacío de sentido, se acerca a la “poíesis”, a la producción creativa.
Si partimos de la hipótesis de que el fundamento del trabajo actoral es el crear las condiciones de posibilidad de la creación, esto es, un estado de concentración y relajación que le permita estar vivo y dar lugar a algo nuevo sobre el escenario; podemos concluir que por esta vía lograría un acercamiento a un tipo de teatro que no sea solo del semblante, sino que incluya algo de lo real. Real emparentado con lo pulsional, que no tiene un estatuto de significación y que no busca representar, sino, simplemente, ser o presentar.
El actor ha de intentar convivir con ese vacío y con esa falta en ser; emparentada con el “agujero”. Para ello, ha de decir “no” a el sujeto supuesto saber que encarna ese Otro-publico. Ya que la senda de la singularidad escénica es incompatible con el querer entregar algo concreto al Amo-público. Si permanece instalado con todas sus fuerzas en esa vía no puede producir una obra que sea suya. Se ha de alejar de la idea de construir una operación significante, que solo logra la obturación del Otro-público y le imposibilita incorporarlo al acto creador desde su propia especificidad en el binomio actor-público.
El arte se cifra en una suerte de ausencia o vacío de sentido. “Así pues, lo central en el arte es sin duda una ausencia, pero una ausencia que vale en tanto el goce está perdido y la creación es lo que viene siempre a envolver ese vacío. Es el ejemplo que conocen por “La ética del psicoanálisis”, el ejemplo heideggeriano del alfarero: el vaso puede ser tratado como el objeto por excelencia que se construye alrededor de un vacío y, entonces, lo hace existir. La tesis de Lacan es que el arte siempre se construye en tomo a ese vacío de goce. De aquí la importancia que concedió a las primeras obras de arte, que encontramos en las cavernas, en cavidades que no parecían demasiado propicias para la contemplación estética. De aquí también que haya valorado la arquitectura -ya situada por Hegel como el arte más primitivo, pero más esencial-, que refleja esta organización alrededor de un vacío” [1].
El actor ha de asumir el “agujero” como parte esencial de su labor escénica, pues siempre estará solo frente al vacío del Otro-público. “De modo tal que hablar, escribir o producir una obra de arte no parece más que el comentario de una ausencia” [2]. Si el actor logra zafarse de ese empuje hacia la búsqueda de sentido, al que le insta la presencia del Otro-público, podrá adherirse a su propio deseo. Si quiere crear, ha de destituir a ese Otro-público, para que, de ese modo, pueda regresar a su ser y permitir su coparticipación dándole su lugar. Si pretende producir algo ha de castrar a ese Otro. Pues, para crear las condiciones de posibilidad de la creación, que es la manera de llegar a estar vivo en escena, paradójicamente, ha de “olvidarse” y “aislarse” de ese Otro-público. “En ese momento comprendí que cuanto más trate un actor de entretener al espectador, más se arrellanará éste cómodamente en su butaca esperando que lo diviertan como a un gran señor, sin hacer el menor esfuerzo por participar en la labor creadora que se está realizando frente a él; pero que, tan pronto como el actor deje de prestarle atención, el espectador empezará a mostrar interés por él” [3].
El actor, en su trabajo frente al público, encuentra ante sí una disyuntiva existencial: “ser o no ser”. Tiene que elegir entre estas dos operaciones: la separación o la alienación. Según la elección, será el resultado. Una actuación plena o una actuación no-plena. Entendemos una actuación plena como el estar vivo sobre el escenario. Para la que el actor ha de buscar, en oposición al sentido común, la “separación” de ese Otro-público y hacer que éste se diluya o quede castrado como juez y Amo; como objeto fundamental de atención y de referencia.
La representación es el «erre que erre», la repetición de la repetición, el simulacro que itera. El trabajo del actor está puesto en construir el proceso de llevar el texto al cuerpo o cómo encarnar el significante. Cómo hacer para que el significante, que viene de afuera, del texto, toque el cuerpo, se encarne y despierte algo de lo espontáneo, de la vena y no del artificio. El actor ha de hacer ese viaje del texto al cuerpo. Llegar al «eso habla», al «ello habla», al «inconsciente habla». La única esperanza es que el inconsciente, del que uno es sujeto, sea traído a la luz, se abra. El dilema es, pues, cómo el significante alcanza el cuerpo.
La búsqueda de la completud, a través del acercamiento y la identificación especular con el Otro-público, le impide al actor tomar una distancia óptima para asumir el vacío. “Solo se obtiene existencia pasando por ese agujero, pasando por la inexistencia” [4]. El actor, para crear las condiciones necesarias para que aparezcan impulsos creadores en escena, ha de procurar el “Es”: “Donde era yo, ello debe advenir. (Wo Ich war, soll Es werden)” [5].
El intérprete actoral suele poner en el Otro-publico su propia mirada y actúa según le gustaría verse actuando. Por lo tanto, tiene las riendas y la autonomía suficiente para desprenderse de ese mecanismo tan suyo; pero, a la vez, tan “éxtimo” [6]. Atribuye al Otro-público, aunque él mismo lo haya investido y constituido como Amo, la “máscara” y el semblante que se ve obligada a llevar. Deposita en el público la orden superyoica: ¡¡Actúa!!. Orden que se fundamenta en la identificación especular con ese Otro-público; constituido como ideal del yo, desde el cual al actor le gustaría verse. Se trata de una auto-construcción, aunque, como ya hemos señalado no tan ajena, pues esa aparente “extrañeza” es parte del empeño de dejar a salvo su propia responsabilidad en la fabricación de una “ficción” que le es tan útil para preservar una imagen adecuada y aceptable de sí mismo.
Por todo ello, el actor ha de asumir el vacío vaciándose, como modo de procurar la castración del Otro-público. Con la caída del sujeto supuesto saber, la imposibilidad y la insuficiencia también caen y aparece el actor ya sin “máscara”. “Para que haya necesidad es preciso que al comienzo haya vacío. Solo con esta condición tendremos la posibilidad de engendrar una necesidad, a partir de lo cual algo comenzará a existir. Por eso Lacan articuló la necesidad y la inexistencia. Y lo mismo sucede con la pasión de la ignorancia: es necesario que al principio algo inexista. La necesidad que ustedes harán surgir no existe al comienzo. La necesidad al principio existe. No hay que imaginar que estaba allí desde siempre. La necesidad empieza a existir al final de la demostración, pero al comienzo exige la inexistencia. Es lo que formula Lacan cuando afirma que el hecho mismo de producir la necesidad hace que, antes de ser producida, se la pueda suponer inexistente. Hay allí algo previo al momento en que la asociación libre puede tomar el sesgo de lo necesario. Lo previo es que al comienzo se apunta a la inexistencia” [7].
La alienación es el camino para lograr que el actor sea significativo para ese Otro-público. Se constituye como algo próximo al simulacro, pues suele mantenerse a toda costa como la única certidumbre que le da sentido frente al vacío. La apología de la significación es la vía para dar credibilidad a sus propias sombras, a sus propios fantasmas, que han sido proyectados sobre el Otro-público. El actor ha de separarse de esa suposición de saber que atribuye al Otro-publico. El asidero del deseo es un «de-ser», una falta en ser. Desear es el encuentro con la propia inconsistencia y con la inconsistencia del Otro. Autorizarse a sí mismo se da en cualquier campo donde haya invención y uno se autorice a arriesgar.
La alienación del actor se da porque busca el sentido y se aferra a él. Se fusiona con ese Otro-público a través del sentido. La deflación de ese constructo imaginario a su mínima expresión produce la asunción de impulsos que hacen que el actor esté vivo en escena y contacte con su potencialidad, contacte con algo de lo real. “Al interpretar una obra siempre se yerra lo nodal, puesto que no es el efecto de sentido lo que constituye el arte. En realidad, toda interpretación psicoanalítica del arte fracasa porque no tiene en cuenta la función del objeto como tal, distinto del significante y del significado. El arte comienza donde lo que no puede ser dicho puede ser mostrado -Wittgenstein lo señaló- e, incluso, exhibido” [8].
Tendría que salir de su posición de identificación con el Otro-público y liberarse de depositar en él su ideal del yo. Ha de procurar dejar de verse a sí mismo desde los propios ojos del público de la manera tal como le gustaría verse. El actor, en esta operación narcisista, trabaja con imágenes tipificadas y prefijadas, que se convierten en representaciones estereotipadas. “Y Lacan, justamente, concluye de este modo “El seminario 11”; esto es, sobre el punto del ideal del yo desde donde el sujeto se ve como es visto por el Otro. (Creo haber insistido bastante con ese desde donde: desde donde me ve el Otro bajo la forma en la que me agrada ser visto.) Cuando lo escribimos de esta manera y planteamos que el sujeto así definido requiere un complemento significante, ponemos de relieve la necesidad de la articulación freudiana de la identificación que aquí es representación” [9].
Son imagos o clichés que dan respuesta y cubren el vacío que produce la falta en ser del Otro-espectador. El actor, al verse desde fuera con sus propios ojos puestos en los ojos del público busca darse sentido; centrándose en “hacerlo bien”, en ser significativo para ese Otro. Esta vía le lleva a una actuación “no-plena”. “El actor que se preocupa exclusivamente por la impresión que está produciendo en aquellos que lo contemplan dará siempre una pobre impresión. Es lamentable porque nunca avanzará más allá de la sobreactuación y de los convencionalismos tradicionales” [10].
Si se quiere tener autonomía como actor, esto es, poder crear las condiciones necesarias para asociar libremente, sin miedo a la paradoja, a la contradicción o a la multivocidad, ha de asumir el vacío sin pretender obturarlo o suturarlo con la “demanda” del Otro-publico. El Otro-público como una entidad independiente del actor no existe. El Otro encarnado en el público no existe. “El Otro no existe como real. Decir que el Otro es el lugar de la verdad es decir que el Otro es un lugar que tiene estatuto de ficción. Decir que el Otro es el lugar del saber es decir que tiene el estatuto de suposición” [11].
Si el Otro-público no existe, entonces, el Otro-público no es más que un reflejo del actor, una proyección. Freud lo descubre y lo llama transferencia; precisando que es un fenómeno universal involuntario e inevitable. Un diálogo de sordos, una relación imposible. El actor, por esta vía, elabora una representación para el Otro-público solo en su propia mente. Una repetición de la repetición alejada del cuerpo.
Notas y referencias bibliográficas
[1] Miller, J-A: Los signos del goce. Buenos Aíres: Paídos, 1999. p. 322.
[2] Ibíd., 322.
[3] Stanislavski, C: El arte escénico. Madrid: Siglo XXI, 2009. p. 13.
[4] Miller, J-A: Los signos del goce. Buenos Aíres: Paídos, 1999. p. 233.
[5] Miller, J-A: Sutilezas analíticas. Buenos Aíres: Paídos, 2012. p. 212.
[6] El primero en acuñar el concepto fue Lacan, quien lo planteó como una paradoja: lo éxtimo es aquello que está más cerca del interior, pero sin dejar de encontrarse en el exterior. Es una noción paradojal porque implica que lo más íntimo proviene de algo ajeno a él. En la clínica se constata en el síntoma, la transferencia y en las formaciones del inconsciente en general. Freud ya comenzó a vislumbrar a lo más íntimo como lo más ajeno, tanto en “La interpretación de los sueños” como en “El proyecto”. Lo éxtimo designa un centro exterior en el yo que ninguna identificación imaginaria o simbólica puede remedar porque se trata de una falta constituyente en relación con la palabra. Así lo íntimo y lo éxtimo constituyen una unidad estructural necesaria que da cuenta de la división subjetiva, que impide hablar de una mismidad de un uno sin el otro, y que por tanto subvierte el concepto del sujeto como individuo.
[7] Miller, J-A: Los signos del goce. Buenos Aíres: Paídos, 1999. p. 231.
[8] Ibíd., 320-321.
[9] Ibíd., 239.
[10] Stanislavski, C: El arte escénico. Madrid: Siglo XXI, 2009. pp. 139-140.
[11] Miller, J-A: Ironía. En revista “Uno por uno”. Núm. 34, 1993.nédito.