De Marcelo Barros por Jazmín Rincón.
¡Si al menos pudiéramos descubrir en nosotros o en nuestros pares
una actividad de algún modo afín al poetizar!Sigmund Freud[1]
Tú inventas una nueva vida
y yo invento la re-signación […]
Tom Zé, Ui! (Você inventa)[2]
Para que el cacareo de una época nos sea relativo, Sartre hablaba de una especie de dureza optimista que consiste en otorgarle a la existencia una absoluta responsabilidad. Lejos del papel de víctima tan solicitado hoy en día, con diagnósticos y likes incluidos, sabemos que la ética en psicoanálisis consiste en no ceder ante el deseo. Lo que quizá hoy podríamos llamar “cura”, cuyo precio no carece de sudor, lágrimas y pesar, está en relación con lo que Lacan llamó en su última enseñanza sinthome, lo cual, recurriendo a la metáfora de un poeta, se podría definir de la siguiente forma: Haz de tu maldición un viñedo. Ciertamente, a pesar de la ilusión de entendimiento que crea la repetición a coro de un estribillo, no es fácil entender al Lacan de los neologismos, quien buscaba con desesperación lo real en la experiencia analítica. Nunca lo ha sido. Por lo mismo, si Lacan, abrumado ante la herencia de Freud, decide recurrir al arte de Joyce para encontrar consecuencias y respuestas, Marcelo Barros nos sorprende en el presente libro al proponerse elucidar la noción clínica de sinthome desde un abordaje freudiano; especialmente el problema de la sublimación, como dice él, “más allá de la fatigada –e insoslayable– referencia a la obra de Joyce.”
Efectivamente, esta forma particular del síntoma que Lacan llama sinthome, a pesar de ser una subversión lacaniana, no deja de tener una resonancia freudiana. No olvidemos que Lacan reinventa el psicoanálisis a partir de los tropiezos de Freud y de algo que ya estaba ahí, en su obra, haciendo ruido e insinuándose, como lo hemos visto mil veces cuando lo leemos y atisbamos algo de lo que ahora llamamos no-todo, goce femenino, lalengua, objeto a, fantasma, sinthome, etcétera. Si Barros parte de Freud no es solo porque se considera freudiano, sino porque lo que Lacan llamó discurso analítico, aquel que hace lazo social y por lo mismo Escuela, no lo es sin un nombre portador de un decir fundante. Un decir que, como sucede en la poesía y el arte, conserva su estatuto de acontecimiento e invención, más que el de un saber elucubrado. Barros llega incluso a asegurar que ningún analista ha escrito jamás algo que esté a la altura del psicoanálisis freudiano. ¿Cómo interpretar esto? ¿Como una invitación a no dormirnos en la lectura que Lacan hizo de Freud? Probablemente. Sin embargo, agrega lo siguiente: “si Freud afirmó que todo sueño es un sueño de comodidad, también es una actividad estética que nos conecta con lo indestructible en nosotros, que es también nuestra íntima alteridad”[3]. Leer a Freud en el más amplio sentido de la palabra sería entonces hacerlo a partir de lo que hay de singular en cada uno, o como aconsejaba Miller en Piezas sueltas[4]: “No esperen comenzar, no esperen progresar, no esperen comprender […] Déjense poseer”.
Barros plantea la pregunta por el sinthome en relación al padre y al Edipo, en contraste con una cierta orientación lacaniana que ha tendido a deslizarse hacia lo que él llama “una religión del goce femenino”. Dicho de otra forma, a la comodidad de la inmanencia, al terror que impone una doxa social de la que el psicoanálisis tampoco se salva. ¿Cuántas veces no hemos oído con entusiasmo que el femenino es el goce bueno? Lejos de cualquier redención, la lectura de Barros en este y otros puntos es sumamente refrescante… e incómoda a la vez. Por ejemplo, cuando insiste en que más que un movimiento que va del padre a la mujer (como apunta Miller en Un esfuerzo de poesía), el padre y la mujer se hunden juntos. Si el lazo entre ambos, también entre el Nombre-del-Padre y lo femenino, entre el cuerpo y el discurso, es algo que no cesa de aparecer en este libro, es porque incumbe a lo que llamamos arte. Ya lo desvelaba el mismo Joyce en su obra Finnegan’s Wake al jugar a sustituir el significante Lord (Dios, Señor) por el de ruidoso, sonoro: “O Loud… heap miseries upon us yet entwine our arts with laughters low!”[5]. Y Barros señala lo siguiente:
“… nos detendremos en la falta de ‘firmeza fálica’ que Lacan atribuye a Joyce, y en lo que viene a suplirla. Tal es la función del arte como suplencia. El valor terapéutico del arte, como capacidad de invención, no es un privilegio de ‘los artistas’. Freud demostró que vivimos como artífices involuntarios de inadvertidas metáforas. Postuló el síntoma como una condensación, término que en alemán se traduce como Verdichtung. De lo que hay que tomar nota es que Dichtung significa poesía. Fue más explícito todavía al comparar la histeria con el arte. Vio en su potencia sintomática una invención, un recurso contra el trauma.”[6]
Barros cita también a Miller cuando señala que no se trata entonces de dejar que el Nombre-del-Padre desaparezca en el fondo del océano, sino de “servirse de él prescindiendo de creer en él.”[7] Es algo muy importante que incumbe al sinthome, ya que, como escribió de forma inolvidable otro poeta, no es lo mismo formar parte de un naufragio una y otra vez que hacer de un barco hundido un submarino. La distinción entre creencia y fe que Barros hace es al respecto sumamente esclarecedora, sobre todo en una época en la que la propia sociedad se ha convertido en la mayor superstición de nuestra era. Basta echar un ojo a las redes sociales o ver las noticias para encontrar fanáticos seculares por doquier. La cuestión es que de eso nadie se salva, y menos aún cuando creemos que vamos por el buen camino. El dogma encubierto, la interpretación como arma de controversia, nos aclara Barros siguiendo a Freud, es precisamente lo que impide el uso, ya que es ahí, en un saber-hacer que pone en juego el decir, donde reside la singularidad: “La distancia que hay entre la fe y la creencia es la misma que existe entre la sublimación y la idealización.” Y continúa: “La creencia y el ideal van de la mano. No la fe, más ligada a la transferencia que a la sugestión”.[8] Así, cuando Lacan en su Seminario 23 nos sugiere que un análisis debe ser una experiencia de riesgo absoluto[9] es porque, lejos de un saber preconcebido que desautoriza al sujeto a tomar decisiones, un análisis introduce la dimensión enunciativa del acto, afín a la poesía. También al acto de creación, como aquella curiosa anécdota en la que se le pidió a Robert Schumann que explicara un estudio difícil y, después de guardar silencio, lo interpretó por segunda vez en el piano: ¿no es esto dejar que el propio síntoma sirva su explicación?
Si Barros nos propone en su libro una lectura articulada por Freud en la Traumdeutung es precisamente por el estatuto de “acto psíquico” que este último supo darle a las formaciones del inconsciente, empezando por el sueño. Si no, no podríamos hablar de una experiencia analítica como quien habla de un acontecimiento, o de un testimonio. De ahí que Barros insista a lo largo de su libro en que el psicoanálisis freudiano está ahí, a la espera de nuestra lectura: “El psicoanálisis no es un síntoma, pero creo que fue ciertamente el sinthome de Freud, y a la vez lo que hizo que él sea un sinthome para nosotros”.[10]
Estamos frente a un libro complejo al que no nos queda más que volver. De hecho, recomiendo ampliamente todos los libros de este freudiano en los que, si sabemos maltratar nuestros clichés, pasan cosas. A lo que me refiero es que, en una época en que la redundancia es el canon de todos los campos, no es frecuente encontrar libros que nos sacudan.
NOTAS
- Freud, S. (1976). Obras completas, volumen XIX, pág. 127. Buenos Aires: Amorrortu Editores.
- https://www.youtube.com/watch?v=rXzy6bHk-c8
- Barros, Marcelo. (2023) El sinthome desde una perspectiva freudiana, pág. 76. B. Buenos Aires: Grama ediciones.
- Miller, Jacques-Alain. (2013) “La perspectiva borromea”. En Piezas sueltas, pág. 54. Buenos Aires: Paidós.
- Joyce J. (1975), Finnegan’s Wake, pág 259. Londres: Faber and Faber. Traducción: “Sonoro, cólmanos de miserias, mas adorna nuestras artes con risas suaves”.
- Barros, El sinthome desde una perspectiva freudiana, op. cit., pág. 76.
- Ibid, pág. 125.