Por Florencia Salvatore.
He decidido tomar, para esta breve reseña, un texto literario que ha llegado a mis manos contingentemente, poco antes de asistir a la conferencia de Patrick Monribot “El dolor del amor. ¿Qué puede hacer el psicoanálisis?”, en el NUCEP el pasado viernes 17 de enero.
La clase de griego es una novela de 2011 de la escritora surcoreana Han Kang, Premio Nobel de Literatura 2024. El encuentro con esta autora, que desconocía hasta aquel momento, produjo en mí un gran interés por su literatura y particularmente en este texto, por el uso que hace del silencio.
Como practicantes del psicoanálisis, sabemos la enorme potencia de ese artificio que es el corte del discurso y Han Kang lo emplea en simultáneas e inesperadas ocasiones en la novela produciendo giros y un efecto de sorpresa en la lectura, cada vez.
Por ende, intentaré ocuparme no solo de articular la trama de la novela con algunos de los conceptos psicoanalíticos que Patrick Monribot ha desplegado aquí en Madrid, sino también de traer a primer plano la voz de la autora, y la singular enunciación desde la cual sostiene el relato.
La novela nos presenta, poco a poco, al modo de piezas sueltas, la vida de dos personajes: un hombre y una mujer. Ambos deambulan por Seúl atravesados por un profundo malestar.
Él ha retornado a su país de origen luego de una larga estancia en Alemania y sufre de una enfermedad congénita que día tras día va disminuyendo su visión y acabará dejándolo absolutamente ciego.
Ella súbitamente es incapaz de pronunciar palabra y su relación con el lenguaje se problematiza mientras transita el duelo de su madre, se separa de su marido y le quitan la tenencia de su hijo pequeño.
La pérdida pareciera ser el elemento común entre estos protagonistas que se encuentran cada semana frente a frente en la clase de griego antiguo de la universidad.
Él, como profesor, se confronta con inquietud al enigma del mutismo de su alumna y ensaya distintas estrategias para descubrir cómo acercarse.
Ella, quien permanece en soledad y a oscuras en su hogar el resto del día, busca en él y su pizarra alguna respuesta a la extrañeza e imposibilidad que experimenta en relación con el lenguaje.
Fundamentalmente, La clase de griego trata del amor. Sin embargo, la autora es demasiado astuta y está lejos de entregarnos un texto que proponga un vínculo armonioso y complementario. Fue a partir de la conferencia de Patrick Monribot que pude releer la novela como una referencia literaria al dolor estructural del amor, del que nos habla Lacan.
En el Seminario 14, La lógica del fantasma, indica “El secreto, el gran secreto del psicoanálisis, es que no hay acto sexual” [1] y agrega al modo de indicación clínica que, en ese caso “… nadie vendrá a buscarnos ¿De qué serviría si no hay acto sexual? Entonces se pone el acento sobre el hecho de que hay sexualidad. En efecto, debido a que hay sexualidad, no hay acto sexual.”. [2]
Es decir, como seres hablantes, por el impacto del significante en el cuerpo, hay una pérdida estructural e irreparable pero también una ganancia. No hay acto sexual, pero sí hay sexualidad. Y es con ello con lo que cada parlêtre debe arreglárselas. Si el encuentro entre los sexos está marcado siempre por una ausencia de complementariedad, Patrick Monribot nos indica que “el amor puede ser una suplencia a lo que falta en lo simbólico”.
Así entonces, siguiendo a Kang, vemos que elige comenzar el texto con una reflexión sobre la frase inscripta en la lápida del reconocido escritor argentino Jorge Luis Borges, “Él tomó su espada, y colocó el metal desnudo entre los dos.” La interpretación del profesor de griego es que la espada representaría la ceguera de Borges, que le impedía acceder al mundo.
Sin embargo, creo que a lo largo del texto aquel metal desnudo no solo tendrá que ver con la pérdida de la visión, sino con aquella imposibilidad estructural que cada ser hablante, por el hecho de que habla y es hablado, encarna y experimenta en el encuentro con un otro.
Monribot nos dice “No puede haber amor sin el significante entre los seres hablantes, pero el problema es que el significante es también fuente de sufrimiento, discordia e incomprensión.”
Precisamente, el lenguaje es el tercer protagonista de la novela y aparece en su vertiente más cruda, muchas veces desprovisto de sentido, incapaz de nombrar la cosa, asintótico. Es el nexo entre los personajes, pero principalmente allí donde no hay palabra, en los silencios.
Kang explora los límites de lo simbólico, y se aproxima de manera poética a los bordes del lenguaje, a aquellos sitios en donde no hay significante que consiga sujetar la experiencia.
Resulta muy ingeniosa la elección de un escenario tan particular, como puede ser el espacio áulico de esta lengua muerta y compleja que es el griego antiguo, para desarrollar dichos desencuentros con el lenguaje. Así, nos dice
“Ella sigue mirando la cara demacrada del profesor. Las palabras en coreano de la pizarra se atascan en la lisa superficie del lápiz que aprieta con mano sudorosa. Conoce esas palabras y al mismo tiempo las desconoce. Solo le esperan las náuseas. Puede relacionar esas palabras y al mismo tiempo no puede. Puede y no puede escribirlas. Agacha la cabeza y exhala despacio. No quiere volver a respirar, pero toma una gran bocanada de aire.” [3]
Y más adelante, en otro capítulo, expone:
“Ella se inclina hacia delante.
Aprieta con fuerza el lápiz.
Agacha más la cabeza.
Las palabras no se dejan asir. Las palabras que han perdido los labios,
que han perdido los dientes y la lengua,
que han perdido la garganta y el aliento, no se dejan asir.
Como si fueran fantasmas incorpóreos, ella no puede tocar sus formas.” [4]
Ahora bien, también podemos decir que, a pesar de la hiancia presente entre este hombre y esta mujer, algo del orden del encuentro se produce entre los dos. Vemos a lo largo de la historia cómo cada uno, a su manera, va haciendo eco en el otro, pero sin comprenderse ni complementarse.
Y en este sentido, Monribot, en Madrid, nos propuso una hipótesis que me resulta interesante retomar a la luz de la novela. Habría dos modalidades posibles del vínculo amoroso: el vínculo interfantasmático y el vínculo intersinthomático.
El vínculo interfantasmático estaría del lado del goce fálico, en el que ser y tener aspiran a fusionar sus goces haciendo de dos Uno. Vínculo por ende, siempre destinado al fracaso, ya que se propone negar el goce femenino, aquel goce basado en el no-todo.
En el Seminario 20 Lacan se pregunta “podría conmover a cualquiera ¿no?, percatarse de que el amor, si es verdad que está relacionado con el Uno, nunca saca a nadie de sí mismo. Si es eso, todo eso, y solo eso lo que dijo Freud al introducir la función del amor narcisista, el problema es, todo el mundo lo siente, o ha sentido, el problema es cómo puede haber amor por un otro.” [5]
La novela nos presta un ejemplo de un vínculo de estas características que Kang nombra como un amor estúpido. El profesor de griego, en su juventud, habría estado enamorado de una mujer sordomuda, con quien se comunicaba a través de una libreta. Previendo que se quedaría ciego algún día y ya no podría leerla, le habría demandado escuchar su voz. Aquel intento de complementariedad, que buscaba borrar la diferencia con el otro, convirtió rápida y eficazmente el dolor intrínseco al amor en un amor infeliz, y el estrago acabó por destruir el vínculo.
Entonces se pregunta “¿Por qué me acerqué a ti de esa manera tan estúpida? Puede que mi amor no fuera estúpido, pero como yo sí lo era, se contaminó de mi estupidez. O quizá yo no era tan estúpido, pero la estupidez inherente al amor despertó la estupidez que había en mí y terminó por arruinarlo todo.” [6]
Es a partir de allí que surgen los interrogantes: si la disimetría y por ende la estupidez, o el dolor, son intrínsecos al vínculo amoroso entonces ¿hay alternativa a su fracaso? ¿Puede el amor devenir contingencia y permitir que algo del orden de lo imposible cese de no escribirse?
Volviendo a la hipótesis de Patrick Monribot diremos que sí. Retomando la intervención de Lacan sobre “La transmisión” en el Congreso de 1978 propone entonces la segunda alternativa. Existe una posibilidad distinta de encuentro entre dos, ya no entendidos como sujetos del inconsciente sino como parlêtres. Se trataría del vínculo intersinthomatico.
En palabras de Monribot, el vínculo amoroso “se trata de otra cosa distinta a la de la cópula fantasmática, un vínculo que une a dos parlêtres y no a dos sujetos cautivos de sus fantasmas respectivos. Dos cuerpos hablantes que inician una relación. Si bien la relación sexual no existe a nivel del sujeto, en el nivel del inconsciente estructurado como un lenguaje, la relación intersinthomatica está vinculada al inconsciente real que afecta a los cuerpos hablantes.”
En este sentido, si nos dirigimos a la última enseñanza de Lacan, encontramos que en el Seminario 23, El sinthome, plantea “En la medida en que hay sinthome, no hay equivalencia sexual, es decir, hay relación. En efecto, si la no relación depende de la equivalencia, en la medida en que no hay equivalencia, se estructura la relación. Hay, pues, al mismo tiempo relación sexual y no hay relación. Allí donde hay relación es en la medida en que hay sinthome…” [7]
Creo que es precisamente algo de esta suplencia del no hay lo que podemos rastrear en La clase de griego. De hecho, al recibir el Premio Nobel, Han Kang explica “La novela avanza lentamente hasta una escena en que la mujer escribe unas palabras en la palma del hombre con su dedo índice. En ese instante luminoso que se dilata como la eternidad ambos se muestran mutuamente las partes más tiernas de sí mismos. La pregunta que me hice fue si al contemplar la parte más tierna de un ser humano, acariciar su innegable calidez no es finalmente lo que hace que podamos vivir en este mundo fugaz y violento.”
Se produce entonces, aquel encuentro. Este se desarrolla en uno de los últimos capítulos, el más extenso de la novela, titulado “Diálogo en la oscuridad”. El profesor roza la estupidez nuevamente, ya que al ser incapaz de verla, le hace toda clase de preguntas intentando recibir de ella una respuesta. Sin embargo, la mujer sostiene el silencio. Ante la incansable demanda del profesor, no huye, permanece allí durante toda la noche pero sin esforzarse por satisfacerla. Este, no sin angustia, ante su mutismo continúa hablando y en una suerte de asociación libre logra preguntarse por su niñez, sus miedos y el devenir de su ceguera.
¿Es posible pensar que esta mujer, en su radical silencio, que a la vez se le impone y la priva del decir, funciona como un sinthome para este hombre? ¿No es quizás aquello que lo divide, confrontándolo a la imposibilidad estructural de decirlo todo, habilitándolo así, a hacerse pregunta?
Y en ese caso, ¿qué sería este hombre para esta mujer? ¿Podemos pensar que a través de la palma de su mano le sirve de relevo para traerla de vuelta de ese goce femenino ilimitado que pareciera por momentos arrasarla?
Patrick Monribot propone a modo de hipótesis que “No existe equivalencia para escribir una relación sexual. Sinthome en el caso de una, relevo en el caso del otro, se trata de hacer frente al exceso de goce tóxico a nivel del cuerpo hablante de la pareja y es un remedio para no permanecer herméticamente cerrado a la lengua del otro como parlêtre de la pareja.”
Pero, lejos de idealizar y/o convertir en un universal esta manera de vincularse, nos aclara, siguiendo a Lacan, que cada ser hablante deberá ingeniárselas para construir las reglas del juego de tal amor intersinthomatico, cada vez, y que es precisamente allí, en dicha construcción de lo singular, donde “el psicoanálisis puede impedir que el dolor intrínseco a todo amor transforme el amor en uno infeliz.”
NOTAS
[1] Lacan, J., (1963-1964) La lógica del fantasma, El Seminario, Libro 14, pág. 218, Buenos Aires: Paidós.
[2] Ibíd., pág. 219.
[3] Han Kang., (2011) La clase de griego, pág .84, Barcelona: Penguin Random House.
[4] Ibíd., pág. 122.
[5] Lacan, J., (1972-1973) Aun, El Seminario, Libro 20, pág. 61, Buenos Aires: Paidós.
[6] Han Kang., (2011) La clase de griego, pág .43, Barcelona: Penguin Random House.
[7] Lacan, J., (1975-1976) El sinthome, El Seminario, Libro 23, pág. 98, Buenos Aires: Paidós.