Humanismo, del optimismo de la voluntad a la colisión con lo real

Por Luis Seguí



“Freud niega toda tendencia al

progreso. Es fundamentalmente

antihumanista, en la medida en

que en el humanismo existe ese

romanticismo que quiere hacer

del espíritu la flor de la vida”.

J. Lacan

I

Sigmund Freud era, desde el punto de vista cultural y generacional, un hijo de la Ilustración, pero él mismo no era un ilustrado, al menos en el sentido filosófico que se atribuye a este adjetivo. En él confluían la creencia en la razón propia del pensamiento ilustrado, y los descubrimientos que iba haciendo en el campo de lo que aún se denominaba metapsicología, unos hallazgos que ponían en cuestión no solo el racionalismo y el historicismo, con su fe en el progreso indefinido, sino cualquier concepción idealizada del sujeto.La cita de Lacan que encabeza este texto se entiende en todo su alcance cuando, a continuación, el autor señala que “Freud debe situase en una tradición realista y trágica, lo que explica que sus luces nos permiten hoy comprender y leer a los trágicos griegos” [1]; porque fue a partir de éstos, en sus dramas -pero también en sus comedias-, donde el fundador del psicoanálisis halló la confirmación de sus sospechas acerca de la condición humana. Obviamente, Freud no desconocía ni rechazaba el progreso material que, producto de los avances científicos y de las correspondientes aplicaciones tecnológicas, fueran beneficiosas para mejorar la calidad de vida de la gente en general, pero semejantes avances no mellaban su convicción -acentuada con los años y la experiencia- de que lo que llamó lo anímico primitivo latía en cada ser humano, imperecedero y siempre listo para emerger por encima de las normas jurídicas y de las convenciones sociales. El comprobar cómo se mataban los hombres unos a otros, liberadas las pulsiones, le llevó a escribir en 1915 -en mitad de la Gran Guerra- en su texto De guerra y muerte. Temas de actualidad, que “en realidad no hay desarraigo alguno de la maldad” [2], un reconocimiento explícito de la condición ontológica del mal; esta certeza, que se acentuaría a través de los años y que desarrollaría extensamente en varios de sus escritos posteriores, había asomado ya en Tótem y tabú, dondehabía expuesto la prepotencia de las pulsiones homicidas e incestuosas y su resistencia a ser sometidas.

En 1915 Sigmund Freud se veía como un hombre afectado por una evidente división subjetiva, que sin duda le agobiaba. Además de la lógica preocupación por la suerte que podrían correr sus propios hijos -Martin estaba en el ejército desde el comienzo de la guerra, y Oliver y Ernst se incorporarían más adelante-, lo cierto es que el estallido del conflicto despertó una especie de fiebre bélica que contagió a muchas de las mejores cabezas pensantes, tanto en Austria como en Alemania; no solo Freud sucumbió temporalmente a lo que su biógrafo Peter Gay describe como “un inesperado acceso de patriotismo” [3], sino también Rainer María Rilke, Thomas Mann, Hugo von Hofmannsthal, e incluso Stefan Zweig. Teniendo en cuenta estas circunstancias, no debería sorprender que al desencadenarse la que se llamó la Gran Guerra -entonces parecía innecesario numerarlas- las mentes supuestamente más lúcidas capitulasen ante la euforia nacionalista, sino que esta arrastrase también a los partidos socialdemócratas de los países en conflicto, cuyos representantes parlamentarios votaron en favor de los empréstitos destinados a financiar la guerra. Durante cuatro años interminables se impuso la irracionalidad, confirmando lo que, en realidad, el mismo Freud había anticipado y que después, en 1930, desplegaría en El malestar en la civilización: que todos los sujetos, en tanto sexuados y mortales, debían pagar un precio en forma de malestar a cambio de la sujeción de las pulsiones. Dado que la condición humana no predispone a los hombres para la contención voluntaria de la pulsión, la emergencia de la ley como límite al goce y a la prepotencia de lo real es un requisito indispensable para asegurar la convivencia social. Y aun cuando el transcurso del proceso llamado civilizatorio ha creado la ilusión de que la mayoría de las sociedades han hecho suyos unos principios morales que sus miembros asumen y respetan de buen grado, en la realidad no se trata más que de eso, de una ilusión. Si una sociedad se organiza en torno a la ley, y una comunidad alrededor del amor, la argamasa que mantiene unida a una comunidad es la vinculación afectiva entre sus integrantes -las identificaciones-, y cuando estas faltan o se debilitan, la función homogeneizadora del discurso del amo se impone mediante la violencia.

II

Difícilmente Sigmund Freud se habría definido como humanista si, tal y como se refiere a él Lacan con no poca ironía, el movimiento filosófico y cultural llamado humanismo se hubiera destacado solo -o principalmente- por “ese romanticismo que quiere hacer del espíritu la flor de la vida”. Sin embargo, seguramente Freud se habría sentido muy bien acompañado por poetas y pensadores como Dante Alighieri, Francisco Petrarca o Giovanni Boccaccio, a quienes se considera los iniciadores del movimiento surgido en Italia, y más precisamente en Roma, Florencia y Venecia entre los siglos XIII y XIV, y extendido hacia otros importantes centros académicos situados en Nápoles, Mantua, Ferrara y Urbino. La aparición del movimiento coincidió con la época durante la cual se fundaron las principales universidades europeas a partir del siglo XII, y su ideario se difundió rápidamente gracias a la invención de la imprenta a mediados del siglo XV, en pleno Renacimiento, generando a su vez las condiciones favorables para el nacimiento de la Ilustración en el siglo XVII. Aunque la opinión de los historiadores difiere acerca de dónde y quién utilizó el concepto de humanismo por primera vez, algunos de ellos se remontan a Cicerón, quien habría empleado las voces humanus o humanitas para designar a aquellos pensadores dedicados a las artes y al cultivo del espíritu, y otros citan al Maestro de la Academia florentina Pico della Mirándola, que vivió en la segunda mitad del siglo XV; en cualquier caso la expresión hizo fortuna, y si el significante se utilizó por primera vez en alemán en 1808 por el maestro y educador bávaro Friedrich Immanuel Niethammer, este tuvo abundantes predecesores: en 1538, en italiano se decía umanista, y nombres tan ilustres como Erasmo de Rotterdam, Michel de Montaigne, Tomás Moro o Juan Luis Vives, entre muchos otros que vivieron entre los siglos XIV, XV y XVI se consideraban a sí mismos humanistas.

Se debería señalar, antes de nada, que el significante humanismo es un concepto polisémico, motivo por el cual al nombre se le asignan complementos como humanismo renacentista, secular, religioso, marxista, e incluso existencialista, yaque si en su origen se caracterizó por el intento de recuperar y difundir la cultura clásica, el pensamiento y las tradiciones de Grecia y Roma, la doctrina que en términos generales se define como humanismo significó una auténtica revolución en el conjunto de la cultura europea, empezando por su reivindicación del antropocentrismo: poner al hombre como centro del universo, en oposición a las ideas tradicionales imperantes en el medievo, anteponer la razón a la fe sin negar la existencia de Dios, estimular el conocimiento y difundir la educación, fueron en su tiempo propuestas subversivas, algunas de las cuales muy bien podrían haber sido aceptadas por Freud, aún críticamente. Para ciertos autores el humanismo es la filosofía del Renacimiento, o una nueva filosofía del Renacimiento, opuesta al escolasticismo medieval, aunque para otros (J. Ferrater Mora) el llamado humanismo renacentista no es, propiamente, una filosofía ni un nuevo estilo filosófico. Para Ferrater Mora no hay un conjunto de ideas filosóficas comunes a autores como Erasmo, Montaigne, Nicolás de Cusa, Marsilio Ficino, Pico della Mirándola y otros pensadores de su tiempo, si bien hay un aspecto de la actividad de los citados que les son comunes y que es la filosofía moral, intensamente cultivada por los humanistas y a la que no puede negársele importancia filosófica. Como reconoce Ferrater Mora, muchos humanistas destacaron lo que en su tiempo se llamó “la dignidad del hombre”, y con ello suscitaron ciertos cambios en la antropología filosófica de la época; y si el humanismo renacentista no es en sí una filosofía, fue en parte uno de los elementos de la “atmósfera filosófica” durante el final del siglo XIV y gran parte de los siglos XV y XVI.

Con aquello que Sigmund Freud, sin duda, no habría cedido al ideario humanista, es con el enaltecimiento de la razón y la primacía del conocimiento racional como instrumentos fundamentales de lo que consideraban la libertad de cada hombre para elegir su destino. Tampoco habría compartido con el humanismo la convicción de que la historia es un proceso lineal orientado hacia un progreso indefinido, conducente a un perfeccionamiento de los sujetos en sociedad. En contra de semejante idealización, en 1930 escribió en El malestar en la cultura que “el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia, el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo. Homo homini lupus” [4].

Notas:

[1] Lacan, J. (1990). Las psicosis, pág. 350. Buenos Aires: Paidós.

[2] Freud, S. (1999). De guerra y muerte. Temas de actualidad, pág. 282. Buenos Aires: Amorrortu.

[3] Gay, P. (1990). Freud. Una vida de nuestro tiempo, pág. 391. Barcelona: Paidós.

[4] Freud, S. (2001). El malestar en la cultura, pág. 108. Buenos Aires: Amorrortu.