Una vez más los centros de menores tutelados por el Ejecutivo canario vuelven a ser noticia. La investigación sobre la red de prostitución denunciada hace 3 años en alguno de ellos, aún continúa sin juicio.
¿Dónde poner el foco? ¿En los hogares de menores, propuestos como alojamientos convivenciales, temporales, de configuraciones similares a los de una familia?, ¿en la red de prostitución con sospecha de participación de figuras conocidas en el escenario social?, ¿en los jóvenes con un determinado perfil psicosocial: vulnerables, provenientes de familias desestructuradas, con graves problemas económicos?
¿Qué hay detras de bambalinas? ¿O qué es lo que queda velado? ¿No serán estos hechos la punta del iceberg, síntomas del malestar de la época?
La adolescencia nos obliga en cada época a ser contemporáneo, así pues, ¿qué hay de nuevo en el escaparate? Nuevos objetos de goce seducen como mercancía en versión digital. La erótica capitalista con sus «apps» (aplicaciones) ofrece platos fuera de carta, para todos los gustos, con pretensiones de encontrar la armonía sexual «prêt a porter». Sorteando el tiempo de la espera, de la incertidumbre, de la sorpresa y del deseo; es un empuje al goce, donde lo reprimido pasa a ser la confesión amorosa. El catálogo de productos está al alcance de la mano, desde webs de «supermercados de hombres» donde las «mujeres adoptan un tío», o los reality show de moda que muestran la intimidad sexual como producto de éxito mediático, hasta las webs de citas de varones maduros – por nombrar solo algunas -«los papichulos» con recursos y miembros de la élite que prometen relaciones de beneficio mutuos a jovenes estudiantes, «atractiv@s», inteligentes, «ambicios@s».
¿No habría entonces una complicidad o permisividad tácita que coloca al adulto y al menor en un nivel de igualdad frente al goce consumista, frente a esta «suerte» de prostitución velada? «Me prostituyo por tres euros» se leía en prensa cuando se destapó la noticia. El mensaje era a cielo abierto, sin tapujos y continuaba: «hazlo y podrás tener lo que quieras» . Quien hablaba en este caso, era una menor de un centro tutelado. Así pues… ¿de tal palo, tal astilla?
Centros tutelados, hogares de menores, «similares a una familia». ¿A cuál, cabría preguntarse? Hoy por hoy, lo parental se ha ido desplazando a las parentalidades. ¿Se trata de vigilar y castigar, en un contexto que ya de por sí, coloca la mirada atrevesando los cuerpos?
Por otro lado, tenemos al adolescente, a las adolescencias. Vemos cuán activos pueden ser los adolescentes; siempre están en el hacer; estas acciones forman parte de su momento vital (escribir hashtags, rapear, el hip hop, capturar «fotones» en instagram, no cumplir horarios, emborracharse, pintar graffitis, seguir «youtubers», hacerse «influencers», etc.), hasta cierto punto no deja de ser una manera de separarse de los adultos.
La adolescencia no es un concepto psicoanalítico. Podríamos decir que la adolescencia es el síntoma de la pubertad. Las adolescencias vienen al lugar de respuestas del lado de la invención frente al agujero de saber que supone el encuentro con la pubertad (su cuerpo, el vínculo con los otros). En este proceso cada adolescente puede adoptar los gestos de otros, y construir un semblante de identidad compartida (el grupo, las tribus urbanas, las redes sociales). Identidades evanescentes, con fecha de caducidad, cuando no sostenidas por formas de goce. Las drogas, los tatuajes, los piercing, los cuttings, las conductas de riesgo, la promiscuidad, las transgresiones, a veces la marginalidad, el «me prostituyo por tres euros», pueden ser algunas pruebas que algunos chicos realizan para demostrar y demostrarse que ya no son niños.
Transición complicada, por cierto, en esta época. Les toca hacer-se casi como bricolage de sí mismos, trabajando en este “ separarse” de sus otros primordiales, que a su vez mantienen una posición cercana a la suya, de derivas y picoteos por el mercado del goce; otros que muchas veces, lejos de transmitir un deseo que no sea anónimo, transmiten su impotencia a través de la violencia.
¿Cómo acompañar a los adolescentes entonces? No desde la pregunta controladora. Donald Winnicot anticipaba: «quien hace preguntas, debe resignarse a escuchar mentiras. El desafío es saber si el adolescente atrapado en estos fenómenos puede hacer un llamado al otro – una demanda al otro y hasta una denuncia -, para que lo ayude y si el otro estará para ayudarlo, acogerlo en su manera singular de presentarse, y ofrecerle un lugar, un cierto orden de la narración en un momento donde las palabras resultan parcas frente al exceso de los cuerpos y la bulimia de la mirada.