Por Marina Espada

Dentro de la compleja relación entre el psicoanálisis y el arte, lo que a Lacan le interesaba era la siguiente cuestión: qué puede enseñar el arte al psicoanálisis sobre la naturaleza de su mismo objeto [1]. Concretamente, lo que le interesa a Lacan es cómo trata el arte la experiencia de lo real. Tras su primera enseñanza el arte se concibe en relación a un real, la obra ya no es simplemente un aparato simbólico, mera organización de significantes, sino que se construye alrededor de un vacío, de algo que se resiste a la simbolización y que funciona como motor de más simbolizaciones.
Esta tesis estética de Lacan, que Recalcati renombra como una estética del vacío, consiste en un acercamiento sigiloso a lo real, a das Ding [2], capaz de mantener una tensión entre el horror y lo bello que produce un efecto estético. La obra, en tanto que produce un placer ante lo insoportable se asimila a la práctica psicoanalítica, cuyo fin es hacer apacible las aguas turbulentas de lo real. Lo simbólico, aquello que tenemos para tratar lo real; la palabra en la práctica psicoanalítica, el lenguaje artístico en la obra de arte, es una barrera que ofrece distancia con das Ding. Este tejido simbólico no ofrece una garantía infalible frente al horror, tiene más bien la función de un velo, tejido fino y transparente, que deja entrever aquello que oculta. De acuerdo con la estética del vacío, la obra se organiza para mostrar, bajo ese velo, el vacío de la Cosa, tomando con ella una distancia prudente. Es decir, lo simbólico se organiza para hacer entrever algo de ese caos siendo capaz de mantenerlo bajo una firmeza más o menos ordenada.
En este artículo hemos elegido la obra de Hopper denominada Automat, 1927 puesto que nos parece que muestra algo del caos melancólico bajo una distancia que nos conmueve y, que oscila entre, el placer que encontramos en la tristeza y el horror del vacío melancólico. La obra de Hopper se caracteriza por ser un arte figurativo en el que se muestra la representación de paisajes y de personas, en su mayoría mujeres, en grandes ciudades. Se trata de escenarios harto verosímiles que chocan con un halo enigmático que produce un efecto contrario, un efecto de irrealidad, de extrañamiento.
Según apunta el ensayista Youssef Ishaghpour [3], quien dedica un libro al comentario de la obra del pintor estadounidense, en una época de auge de la reproductibilidad técnica, en la que la figuración y la narración estaban olvidados en la pintura, pues el materialismo se vació de sentido, Hopper no desvía su mirada de las contingencias externas. Contrariamente a la tendencia artística que, en una realidad cada vez más vaciada de sentido y más irreconocible, tiende a ir hacia una dimensión interior alejada del mundo, Hopper se mantiene fiel a ese desaborido presente [4].
Queremos mostrar cómo en Automat, 1927, un cuadro en el que nos reconocemos por su cotidianidad y que refleja una aparente mansedad, Hopper nos enseña la captación de un mundo vaciado de sentido con un fondo melancólico recóndito. Es esto lo que nos interesa remarcar siguiendo la línea marcada por Lacan sobre cómo el arte consigue recoger ese real abismático y presentárnoslo de una forma apacible, pero sin borrar la perturbación por completo.
I.
Las pinturas de Hopper, como podemos ver en Automat, se asimilan a imágenes pintadas, se trata de una combinación entre la imagen fotográfica y la pintura. La imagen pintada muestra la inmortalidad, la intemporalidad, mientras que la fotografía muestra la finitud y la muerte [5]. La fotografía elimina la realidad de la imagen, la congela, mientras que la imagen pintada la conserva. Ambas detienen el curso de la temporalidad, pero en la imagen pintada, al conservar la realidad de la imagen, produce un efecto de instante detenido, de realidad sin tiempo [6]. Se trata de un tiempo congelado, un tiempo que no pasa, lo cual explicita muy bien la temporalidad melancólica que, como veremos, es una temporalidad sin horizonte.
En el cuadro nos encontramos ante una mujer que ha quedado detenida en una acción, la acción de la espera. La espera en sí, ya es una detención, una detención ante una ausencia que se retrasa. Mientras “la ausencia dura, ─nosdice Barthes─ me es necesario soportarla. Voy pues a manipularla. Manipular la ausencia es aplazar el momento, retardar lo más posible el instante en que el otro podría caer de la ausencia a la muerte” [7]. Es esa tensión, entre la ausencia y la muerte, la que veremos que sostiene el cuadro de Hopper. Podríamos decir que se trata de una ausencia a ras de la muerte, pues la suspensión del tiempo provoca una espera infinita, una espera en la que no solo no termina nada, sino que nada comienza [8], ubicada entre el siempre y el todavía no. Esa suspensión de la acción hace conservar, dentro de una tristeza desoladora que empaña esa espera, la posibilidad de que algo ocurra. De esta manera, vemos que el cuadro, en la espera, nos mantiene sin caer en la muerte, aunque ésta aceche, en el amparo del vacío desolador de la ausencia.
La mujer se presenta bajo un profundo ensimismamiento, cerrada en sí misma, de hecho, podría decirse que no posee ningún vínculo con el escenario que le rodea. En el estilo de Hopper se observa un predominio de la estructura geométrica. La línea recta y cerrada “separa y cierra cada cosa individual, produce inmovilidad, impone silencio sobre la fenomenalidad de todo organismo y tiende a excluir toda vida” [9]. Este estilo se opone a la forma orgánica, deviene extraño.
Este efecto de extrañeza que produce el cuadro ante una escena tan familiar donde la referencia y el sentido caen, nos hace topar con el efecto de lo siniestro descrito por Freud en 1919. Lo siniestro lo define como aquella suerte de espanto que afecta a las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás y que, debiendo haber quedado oculto, se manifiesta. Allí expone que lo siniestro, eso oculto que se presentifica, está próximo a la angustia. Sabemos con Lacan que la angustia es señal de lo real, señal de la presencia de la Cosa. El efecto de extrañeza es, por lo tanto, un presentimiento que anuncia la Cosa. No la presenta, la presiente.
Como hemos apuntado, el arte, como la experiencia del psicoanálisis, bordea el vacío central de la Cosa [10]. De hecho, Recalcati apunta que, si el arte se aproxima demasiado a la Cosa no hay obra de arte posible, “el aire psíquico resultaría irrespirable, no habría creación” [11]. Si nos acercáramos a esta situación, nos estaríamos acercando al núcleo melancólico puesto que, en la melancolía, lo simbólico, en vez de velar la Cosa, la des-vela, lo simbólico se ve afectado por ella; se fragiliza y se deshace ante su presencia. En Automat, como decíamos, no hay aire atmosférico, lo cual, evoca ya ese desastre que resultaría el advenimiento de la Cosa, es decir, un mundo completamente despojado de sentido. Lo evoca porque, aunque ya muy vaciadas de sentido, el cuadro mantiene aún las referencias de la realidad. Ese vaciamiento de sentido que se nos revela como extrañamiento de un mundo vivo y que es un presagio de la Cosa, es el triunfo de que se consigue bordear y soportar, es decir, se consigue mantener esa distancia con ella. En la melancolía, sin embargo, ésta se revela como una presencia excesiva, siendo un vórtice que no deja de absorber y que consigue desbordar esa construcción simbólica, a veces, hasta el punto de pérdida de toda referencia.
Para ver esto de una forma más clara, vamos a exponer, desde la perspectiva psicoanalítica, los procesos que ocurren en la melancolía. De esta forma veremos esa cercanía a la Cosa sin una protección simbólica firme y entenderemos por qué Automat conforma una experiencia melancólica, pero sin ser una experiencia arrolladora.
II.
Desde una mirada lacaniana, el sujeto se construye en relación a un vacío desde la nada, es decir, en relación a una falta-en-ser. Dependiendo de la estructuración del sujeto con respecto a esta falta-en-ser, ésta podrá ser: una nada productiva, condición de posibilidad de existencia (sostén del ser) o, como en el caso de la melancolía, un receptáculo sin fondo (caída del ser).
La experiencia de esta falta, hace suponer un momento pasado de completitud. Esto ocasiona el registro de una pérdida après-coup, es decir, de una pérdida que nunca tuvo lugar, pues se construye a posteriori. En la prematuridad en la que nacemos, sin un psiquismo aún formado, nos vemos impulsados a la Cosa, al objeto materno, por motivos de supervivencia “para que ésta se convierta en nuestra envoltura, en nuestra piel” [12]. En un principio es necesario, ya que estamos en un estado de desvalimiento absoluto, y la Cosa nos sostiene actuando como un ser protético frente al horror del no-ser, de esa nada absoluta, pero, para poder desplegar nuestro ser, será necesario un desligamiento de ésta. Esta separación no la hacemos sin más, no podemos perder aquello que nos ha asegurado la existencia sin asegurarla en otro lugar.
A través de la entrada en el lenguaje (velo simbólico y sostén del ser) la escisión se hará efectiva, pues toda enunciación exige una separación. La adquisición del lenguaje se traduce en un proceso de denegación de la pérdida según Kristeva: se deja a la madre para reencontrarla en la representación. Así lo expresa Kristeva: “porque acepté la pérdida no la he perdido (he aquí la denegación), puedo recuperarla en el lenguaje” [13]. Aunque ya estaba perdido (nunca se perdió), se hace de ello una pérdida y, aunque se recupera Otra Cosa [14] (siempre es Otra cosa por ser irrepresentable), ésta se acepta, quedando dicha pérdida queda saldada.
La metáfora, destino de todo ser hablante, significa trasponer, colocar algo más allá. Se gesta así, con la adquisición del lenguaje, un horizonte, un más allá, una separación con eso irrepresentable que se convertirá en objeto-causa del deseo. Se desarrolla entonces un horizonte de deseo, pues el deseo siempre vive de un más allá. Este deseo será ese motor que moviliza esa cadena del lenguaje, la cual, nos sostiene ante esa nada constitutiva. Si el deseo se detiene y se detiene la cadena de significantes, el sujeto corre el riesgo de caer en ese vacío, lo que podría ser la caída en una profunda melancolía.
El problema fundamental de la melancolía, apunta Freud, es la incapacidad de realizar el duelo tras la pérdida de un objeto. Al tratarse de un objeto inconsciente (se sabe qué objeto se pierde, pero no se sabe que se pierde con él) no se puede hacer un trabajo de duelo, de desligamiento de la libido de tal objeto desconocido, lo cual provoca un profundo abatimiento.
Dando un paso más, vemos que, efectivamente, no se puede realizar un duelo, pero esto es porque, en el fondo, no puede perder. El melancólico se niega a perder la Cosa, a traducirla y a cambiarla por el lenguaje. ¿Cómo se niega a perder algo que nunca se tuvo? Puesto que recordamos que la Cosa siempre estuvo perdida. Esto lo hace afirmando la pérdida. El melancólico, en la medida en que afirma su pérdida, consigue apropiarse del objeto. Afirmar la pérdida de esta forma implica asumir que eso que perdió jamás podrá ser reemplazado. Por tanto, su lenguaje es un lenguaje vacuo en tanto que no consigue reemplazar esa pérdida e insuflar esa vitalidad que ofrece la reparación del duelo.
Su lenguaje no marca, no es capaz de transformar, de producir sentido. El lenguaje es una lengua extranjera para el melancólico, dice Kristeva. Inconmovible ante el lenguaje, todo le resulta extraño, ajeno y sinsentido. En este sentido nos interesa el efecto de extrañamiento del que hablábamos en Automat. En la melancolía se lleva hasta su máxima expresión, puesto que cada palabra, que no consigue movilizar su ser, le va destituyendo de una subjetividad hasta hacerse un extranjero para sí mismo. Al final, en la melancolía el duelo del que se trata es el de sí mismo, la pérdida del propio sujeto.
Dado que el melancólico se sostiene en una fantasía de apropiación de un objeto que, en sí, posee el carácter de inapropiable e inubicable, la psique queda apresada en un tiempo deslocalizado, un tiempo que no es lineal, pues no tiene horizonte, no tiene fin. En este aspecto se nos evoca el tiempo detenido del que hemos hablado ya en Automat como un tiempo melancólico. Un tiempo aprisionador que obtura toda posibilidad nueva.
En suma, el afán de la melancolía por una pérdida es una trama al servicio de la búsqueda de la unión con ese objeto inexistente e irrepresentable que es la Cosa. En ese empeño de reunión, se derrumban los diques de lo simbólico que sostenían y bordeaban el vacío de la Cosa. Su empeño para poder llenarlo, para poder darle un cuerpo, se convertirá en el ofrecimiento de sí mismo para dar una existencia al objeto perdido, a costa de la suya. Por todo esto, aquello que tenía que servir de horizonte y de límite para relanzar desde el más allá el deseo y la subjetividad, será, en cambio, el fin de todos los horizontes: la caída del ser, ese fondo oscuro del ventanal de Automat que ya no refleja un afuera.
De esta forma, queremos concluir retomando la aseveración que hicimos al inicio: Automat muestra el ejercicio posible del arte como un cercamiento del vacío. Esto es así, puesto que, por medio de un escenario cotidiano, es capaz de producir un impacto leve de desconcierto que hemos ido viendo con esa detención del tiempo y extrañamiento. Hopper consigue mantener el equilibrio entre lo mortecino y lo vital. Para seguir con la metáfora del horizonte, entre un nuevo amanecer y el último ocaso que nos encerraría en esa oscuridad sin horizontes del fondo melancólico. Asimismo, hemos visto que su pintura simboliza una experiencia profundamente marcada por la melancolía. Sentimientos como la tristeza, la soledad, o la nostalgia, que, en definitiva, significan lo que es habitar la experiencia vital humana, la experiencia inevitable de habitar esa falta-en-ser.
Notas
[1] Recalcati, M. (2006) Las tres estéticas de Lacan: arte y psicoanálisis, pág. 11. Del Cifrado.
[2] Término que utiliza Lacan para nombrar el goce innombrable. La Cosa para Lacan, apunta Recalcati, no es solo aquello que marca el límite a la representación, sino más bien un vacío que deviene vórtice, abismo que aspira, exceso de goce, horror, caos terrorífico c. f. ibíd. pág.13.
[3] Ishaghpour, Y. (2014). Hopper, lumière d’absence. Circé.
[4] Ibíd., pág. 10-11.
[5] Ibíd., pág. 12
[6] Ibíd., pág. 123.
[7] Barthes, R. (1998). Fragmentos de un discurso amoroso, pág. 48.Siglo XXI.
[8] Ishaghpour, Y. (2014). Hopper, lumière d’absence, pág. 123. Circé.
[9] Ibíd., pág. 21.
[10] Recalcati, M. (2006) Las tres estéticas de Lacan: arte y psicoanálisis, pág. 12. Del Cifrado
[11] Ibíd., pág. 15.
[12] Kristeva, J. (2017). Sol negro. Depresión y melancolía, pág. 30. Monte Ávila Editores Latinoamericana.
[13] Íbid., pág. 40.
[14] Recalcati, M. (2006) Las tres estéticas de Lacan: arte y psicoanálisis, pág. 15. Del Cifrado
Bibliografía
-Barthes, R. (1998). Fragmentos de un discurso amoroso. Siglo XXI.
-Colina. F. ¿Qué es la melancolía? Sitio web: https://www.laotrapsiquiatria.com/2015/09/fernando-colina-que-es-la-melancolia/
-Freud, S. (1992). Duelo y melancolía. En Obras completas, Vol. XIV. Amorrortu.
-Freud, S. (1992) Lo ominoso. En Obras completas, Vol. XVII. Amorrortu
-Ishaghpour, Y. (2014). Hopper, lumière d’absence. Circé.
-Lacan. J. (2019). Seminario 10. La angustia. Paidós.
-Meléndez, A. (2015). La melancolía en Freud, el síntoma como efecto lingüístico. En revista de libros de La torre del virrey.
-Recalcati, M. (2006) Las tres estéticas de Lacan: arte y psicoanálisis. Del Cifrado.
-Kristeva, J. (2017). Sol negro. Depresión y melancolía. Monte Ávila Editores Latinoamericana.
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