Por Simón Delgado.
El público es uno de los dos polos de la necesaria relación para que se establezca el hecho teatral. El otro, por supuesto, es el actor. Esta relación, indisoluble y constitutiva, supone para el intérprete actoral una fuente adicional de ansiedad y, en muchos casos, de auténtico pánico. La tensión y el “miedo escénico” le impiden al actor la libertad de movimientos y la asociación libre de imágenes, conceptos e ideas. La presencia de la mirada del espectador, sin la cual el actor no tendría sentido de ser, es una paradoja que deriva en una comprometida situación de angustia.
Muchos profesionales teatrales confirman la presencia de “síntomas” nerviosos previos a la salida a escena, tales como: sudoración, taquicardia, bradicardia, tensión muscular, temblor o bloqueo mental, entre otros. Este cuadro ansiógeno se traduce en lo que comúnmente denominan como” mariposas en el estómago” y que constituyen el núcleo simbólico de unas invariables psicofísicas que se mantienen en el tiempo, a pesar de los muchos años de experiencia o de una trayectoria sólida y exitosa.
El actor teme al público y a la vez lo necesita. El miedo al juicio de éste, a la crítica, es casi inevitable y le provoca nervios y angustia. A esto se añade que el actor, en su fuero interno, quiere gustar y agradar a ese tan temido juez del que depende, muchas veces, su futuro. La figura del crítico teatral, ese espectador de mirada refinada y experta, es la quintaesencia del lugar simbólico que tanto temor produce. La ansiedad lleva al actor a sentirse obligado a interesar al público, para que en ningún momento se sienta aburrido y ese sentimiento de querer satisfacer al espectador le impide al actor entregarse del todo a lo que está haciendo.
“Lo primero que me confundió en el escenario fue la extraordinaria solemnidad, el silencio y el orden que reinaban. La iluminación era tan intensa, que parecía formar un telón de luz entre la sala y yo. Me sentí resguardado del público y respiré a mis anchas. Pero mis ojos se acostumbraron muy pronto a la luz, y el miedo y la atracción de la sala se intensificaron. Me parecía que el teatro estaba colmado de espectadores, que millares de ojos y prismáticos estaban clavados en mí, que atravesaban a su víctima. El excesivo esfuerzo por apartar de mí aquella emoción creo en todo mi cuerpo una tensión que llegó al espasmo; mis manos y mi cabeza se inmovilizaron, se petrificaron. Todos mis movimientos se paralizaron. Todas mis fuerzas desaparecieron ante esta tensión inútil. Mi garganta se cerraba; mi voz sonaba como un grito. Toda la interpretación se tornó violenta. Ya no podía controlar los movimientos de las manos y las piernas ni el habla, y la tensión fue en aumento. Me sentía avergonzado de cada palabra, de cada gesto. Abochornado me aferré con fuerza al respaldo de un sillón. En medio del desamparo y la confusión me dominó la ira contra mí mismo, contra los espectadores”.
La mirada del público la podemos comprender mejor enfocándola desde el concepto freudiano del superyó. La percepción subjetiva que el actor tiene del público es lo que constituye el núcleo duro de esa dificultad producida por la instancia crítica superyoica. Se trata de una autoexigencia desmedida y excesiva que somete la voluntad del actor a una fuerza destructora, vinculada a la culpa y al castigo. Esta necesidad de castigo, introyectada e inconsciente, es lo que el actor demanda de la figura paradigmática y prototípica del público.
El superyó es el enemigo declarado del Ideal del yo y, por lo tanto, del narcisismo y de la seguridad yoica. El criterio y valoración última del actor ha de estar puesta en sí mismo y no en el público. Si el actor da poder a lo que cree que el espectador pueda pensar o admitir, antes que a sus propios puntos de vista, su débil yo quedará resquebrajado en mil pedazos. Si en vez de tener puesto el eje en su locus interno, lo tiene en el locus externo, será fácil presa de las desmedidas demandas del todopoderoso superyó-publico.
El ideal paterno va a estar detrás de la atribución que el actor hace del público. Éste último es visto como una figura exigente y difícil de contentar. El padre, en definitiva, es el superyó y el superyó es el heredero aventajado del padre edípico en el corpus freudiano. Pero el superyó no es el padre, sino una instancia propia del sujeto, que se convierte en una manera de mirar acerca de cómo él cree que es mirado por el espectador. El actor, así, queda fijado y sometido a los deseos del Otro-público.
La relación transferencial entre el actor y el público remite a otra relación primigenia: la del padre y el hijo. El hijo se somete a los mandatos paternos, tal como los actores se someten a la presencia crítica del público. El hacer caso a la exigencia inconsciente del público protege al actor de la castración y de la angustia que esta demanda lleva aparejada. El superyó-público deviene, en última instancia, en obstáculo para la libertad creadora del actor.
«La articulación mayor que el mito freudiano pone de relieve con relación a la función del superyó es que la fórmula universal “Padre, hágase tu voluntad” tiene como contracara: “así nosotros estaremos protegidos de la castración”. En otros términos, el superyó constituye un poderoso refugio narcisista del yo. Por hacer peligrar la estructura narcisista, las pulsiones son reprimidas y perduran en el inconsciente despertando angustia cada vez que se aproximan al objeto de satisfacción”.
Freud llega a decir en “Introducción al narcisismo” lo siguiente: “La incitación para formar el ideal del yo, cuya tutela se confía a la conciencia moral partió en efecto de la influencia crítica de los padres, ahora agenciada por las voces, y a la que en el curso del tiempo se sumaron los educadores, los maestros y, como enjambre indeterminado e inacabable, todas las otras personas del medio (los prójimos, la opinión pública)”. Y por qué no, los espectadores. Viene a ser, por tanto, la influencia crítica de las voces de la Conciencia Moral de los padres ese superyó-público.
Si hacemos, como contrapunto a Freud, un acercamiento a la manera como Lacan entiende al superyó comprobaremos que para él se trata de la instancia que ordena gozar. Lacan hizo uso de este concepto del superyó durante la primera etapa de su enseñanza, aproximadamente hasta finales de la década de los 60. Luego, casi dejó de usarlo. Gran parte del papel que Freud atribuyó al superyó fue retomado por Lacan bajo el nombre del gran Otro y dio lugar a la concreción más significativa en este sentido, al dilucidar la estructura del fantasma.
Lacan volvió a referirse al superyó, después de un largo impasse, en la primera clase del Seminario “Aún”: “Nada obliga a nadie a gozar, salvo el superyó. El superyó es el imperativo de goce: ¡Goza!”. Traducido al campo escénico actoral y a la relación público-actor, podemos decir: “Nada obliga al actor a actuar, salvo el público. El público es el imperativo del actuar: ¡Actúa!”.
Algo hay de “masoquismo moral”, como diría Freud, en el actor al “dejarse” ser tomado como objeto de las crueldades del superyó-público. En el masoquismo perverso, según Ravinovich, es la propia víctima el que organiza las reglas a seguir como juego en beneficio de su propio goce. El actor, mutatis mutandis, sería beneficiado en su goce al poner el acento en el público y no en sí mismo. Quien desempeña el personaje de amo, el público, es una construcción escénica del actor masoquista. Éste, haciéndose tratar como un instrumento por su supuesto victimario, el espectador, es el que le demanda al Otro-público que le ordene gozar.
La angustia se genera no ante la presencia real del público, sino ante la posible ausencia de éste en la mente del actor. Me explico. Es el miedo a que el público no sea el centro, el objeto demandante de atención, lo que hace que el actor sienta angustia, que se disipa ante la visión tranquilizadora de que él público está bien instalado en su discurso de amo. Si el actor deja de centrarse en el público y lo desdeña como referente último, entonces surge la angustia por el temor a la pérdida de ese padre totémico.
Haciendo un paralelismo con el psicoanálisis freudiano, en el sentido de que la cura analítica deviene a través de atemperar al superyó y sus exigencias, la “cura” del actor sobrevendría al dejar éste de darle pábulo al público, a sus demandas, y superar la angustia por la vía de centrarse más en sí mismo, en su técnica y en la palabra, de tal modo que no se permita con ello la ampliación del goce.
La “cura” del actor, en términos lacanianos, pasaría por despojar al público de la posición de Sujeto Supuesto Saber, reduciendo la función fantasmática del Otro. Ello llevaría a la resolución de la transferencia público-actor, a través de centrarse este último en la técnica actoral y en el texto, como modo de ir disolviendo la dependencia; arriesgando más su palabra y actos, en aras de un sano desapego y de hacerse más autónomo y creativo desde una soledad recién conquistada.
Bibliografía:
-FREUD, S., Introducción al narcisismo, (Obras Completas, Volumen XIV), Amorrortu editores, Buenos Aires 1992.
-LACAN, J., El Seminario de Jacques Lacan, Libro 20 “Aún”, Ediciones Paidós, Buenos Aires 2018.
-NEGRO, B., “¿Un imperio de felicidad?”, en: Enlaces, 21. (2015).
-QUIROGA, M. A., “Discurso y superyó en la enseñanza de Lacan entre 1953 y 1958”, en: Affectio Societatis, 12. (2010).
-RAVINOVICH, N., “El superyó, un obstáculo para la cura”, en: Imago Agenda, 45. (2003).
-STANISLAVSKI, C., El arte escénico, Siglo XXI, Madrid 2009.
-STANISLAVSKI, C., El trabajo del actor sobre sí mismo, en el proceso creador de las vivencias, Alba Editorial, Barcelona 2007.
-VILARDELL, S., “Sobre el superyó de la conciencia moral en Freud al “¡goza!” de Lacan”, en: Revista ACCEP. (2019).