El virus que también nos atacó el alma

Por Gustavo Dessal.

    Aunque los psicoanalistas no acostumbramos a anticipar los efectos de lo real en la subjetividad y por ende en los lazos sociales,  algunos fenómenos que ya se observan como resultado de la expansión planetaria de la pandemia nos permiten aventurar unas pocas ideas. Ideas sin duda provisionales, puesto que siguiendo a Freud reconocemos que el trauma se realiza en dos tiempos: el instante de ver, y el momento de concluir. Falta, en el medio, lo que Lacan denomina el tiempo de comprender. En otros términos: un trauma es el impacto de un real sinsentido, que en un segundo momento precipita un efecto sintomático variable. Entre el primer tiempo y el efecto resultante, lo que caracteriza al trauma es el congelamiento del proceso de comprensión, cuya reapertura exige con frecuencia una intervención clínica. Por lo tanto, debemos aguardar los efectos residuales en el sujeto y el lazo social dejados por el coronavirus, y contentarnos con aventurar algunas posibilidades que deberán reafirmarse o retractarse a la vista de la evolución en los próximos meses. 

    Las relaciones sociales son complejas y conflictivas incluso en las mejores condiciones, de modo que en las circunstancias actuales todo eso va a incrementarse. Ya podemos advertir al menos dos clases de conductas en apariencia opuestas, pero que en verdad son propias de todos los lazos humanos. Por una parte la emergencia de una suerte de “epidemia” hipomaníaca de amor universal, de solidaridad, de confraternidad. Por otra, la agresividad. Hemos visto en estas semanas que el vecino, el prójimo con quien me identifico y al que convierto en objeto de amor mediante un trasvase de libido narcisista, puede transformarse en mi enemigo, mi amenaza, un cuerpo extraño, hostil e invasor que pone en peligro mi vida. Los conciertos y los coros en los balcones alternan con los justicieros que insultan a quienes caminan por la calle, o aquellas comunidades de vecinos que dejan notas anónimas en la puerta donde vive un sanitario, “invitándolo” a buscarse otro alojamiento. La falta de Dios se ha hecho notar demasiado. En la antigüedad, las pestes eran castigos del Cielo. No están los tiempos para esa clase de creencias, y como se necesitan culpables, las redes sociales ofrecen toda clase de chivos expiatorios y teorías paranoicas que hacen las delicias de millones de personas. 

Todos nos hemos convertido en sospechosos. Esa lamentable expresión de “distancia social” comienza a hacerse sentir. Ya sucedió en otros tiempos como consecuencia de los atentados de las Torres Gemelas y el del tren en la estación madrileña de Atocha. Las salas de espera de los aeropuertos se convirtieron en espacios donde todo el mundo desconfiaba de quienes lo rodeaban. En cualquier maleta o mochila podía haber una bomba. En todas partes se vivieron escenas semejantes, en atmósferas cargadas de recelo. Ahora, con la pandemia, todos seremos durante un tiempo un poco sospechosos. Tal vez sea un temor que se desvanezca, pero sorprende que en la calle muchas personas no respondan al saludo, y reaccionen con una mirada de susto ante la posibilidad de que su semejante se le acerque demasiado. También sucede lo contrario, la negación que conduce a la negligencia, la arrogancia narcisista de quienes se consideran inmunes y privilegian su malentendido derecho a la libertad por encima del cuidado del otro. Al psicoanálisis, que descubrió muy tempranamente que la búsqueda del bien no es lo que rige la conducta humana, nada de todo esto le sorprende. La tendencia suicida que habita en el fondo último de todo sujeto puede despertarse bajo ciertas condiciones y ponerse en acción. La pandemia es una circunstancia propicia para que se agiten las pasiones turbias y aflore la potencia destructiva y latente de cada uno. También, qué duda cabe, esas formas mórbidas colectivas alternan y a menudo coexisten con manifestaciones que ponderan el valor del amor y la entrega. 

Los instrumentos telemáticos, que en las últimas décadas han demostrado sus ventajas y sus peligros, se han convertido en un complemento cada vez mayor de la vida cotidiana. Enormes masas de energía laboral se han trasladado al espacio virtual. El denominado “teletrabajo”, tan deseado y solicitado por los trabajadores, se ha impuesto por las circunstancias inéditas de la pandemia. Poco tiempo después, los empleadores descubren sus ventajas, que aprovecharán para extender esa fórmula una vez pasada la crisis sanitaria. La gente trabaja mucho más en sus casas, está permanentemente conectada, localizable, y disponible para que se le solicite las veinticuatro horas. Se evitan gastos de locales, se ahorra en bonos de restauración y gastos varios derivados del mantenimiento de las oficinas clásicas. A los trabajadores, que imaginaban el trabajo en casa como la posibilidad de disfrutar de mayor libertad horaria y un ahorro de tiempo de traslado, se les borra la sonrisa al comprobar el grado de alienación al que esta modalidad los empuja, y la sensación de claustrofobia que supone la inexistencia de un mínimo borde que separa la vida pública o laboral de la vida privada. Por otra parte, el aislamiento social del teletrabajo pone trabas importantes al agrupamiento sindical, lo cual redunda en beneficio de las empresas que están particularmente interesadas en obstaculizar esa clase de asociaciones. 

En el ámbito educacional, la experiencia ha sido en España improvisada, por el carácter sorpresivo de la crisis (que habría podido no ser tan disruptiva si las autoridades en todo el mundo hubiesen hecho caso de las advertencias). Se han implementado formas diversas de suplir la asistencia a las aulas, y es probable que a la luz de lo sucedido la enseñanza mediante instrumentos virtuales pueda incorporarse como parte de los métodos de formación. No puede sustituir los beneficios indiscutibles que supone el encuentro real entre el enseñante y el alumno. La transmisión del saber no opera mediante una simple traslado de información. Implica una relación particular entre quienes enseñan y quienes aprenden, una relación que incluye aspectos íntimos y en la que confluyen fuerzas transferenciales que son de gran importancia. No solo se aprende por absorción de un saber. El amor y los ideales, la satisfacción inconsciente que se obtiene del acto sublimatorio, no pueden reemplazarse tan sencillamente por funciones robóticas, del mismo modo que la medicina por video conferencia solo puede tener sentido como una primera toma de contacto con el paciente. No obstante, reconozcamos las ventajas que podrán suponer para aquellas comunidades que están social y geográficamente apartadas, y que dotadas de los medios necesarios tendrán la posibilidad de acceder a una enseñanza continua.

Algo notable sucede con las actividades culturales y artísticas, que por su carácter también sufren muy duramente las consecuencias de la prohibición de reuniones colectivas. Mientras duren los efectos y los peligros de la pandemia, los músicos y los actores de teatro actúan para un público desconocido, una mirada y un oído que se localizan en un espacio topológicamente nuevo, el de la virtualidad cibernética. Ahora puedo dictar una conferencia a la que “asisten” quinientas personas. Pueden ser quinientas, o cinco, o cinco mil. En el fondo es exactamente lo mismo, puesto que no hay modo de saber a quién le hablo, aunque en el chat pueda leer un hilo infinito de preguntas y comentarios. El hábitat virtual va confiscando cada vez más el terreno de la vida presencial. Es muy difícil hacer una predicción de hasta qué punto los seres hablantes podremos prescindir progresivamente de la presencia sensible y del contacto real. Los avances en materia de Inteligencia Artificial y Realidad Virtual anticipan un futuro donde las experiencias sensoriales inducidas y creadas por medios telemáticos nos permitirán visitar ciudades, bañarnos en el mar, recorrer museos, con una sensación de realidad absolutamente convincente. De hecho, y aunque se trata de un sistema que seguramente nos resultará obsoleto dentro de no mucho tiempo, ya existe toda una variedad de encuentros sexuales mediante videoconferencias. La plataforma Zoom, que de la noche a la mañana ha visto multiplicado su empleo por millones de personas, trabaja frenéticamente para introducir formas que impidan la realización de orgías telemáticas, al parecer una moda que se ha disparado como consecuencia del confinamiento. ¿El cuerpo virtual, incluso en su realismo más logrado, habrá de sustituir al presencial? ¿Será ese el sueño de una humanidad desinfectada y libre de contagios?