Entre paranoia y melancolía: el caso Wagner

Por Beatriz García Martínez

La paranoia es tomada por Freud y Lacan como paradigma de la psicosis, por lo mucho que enseña sobre cómo se constituye la subjetividad. Existe una malevolencia incluida en la propia cadena significante, porque uno es hablado por el Otro desde antes de su llagada al mundo, que, si no es velada por un fantasma neurótico, aparece como certeza en el campo del Otro: el Otro quiere mi mal.

El estudio de historiales clínicos es un medio privilegiado de acercarnos a la psicopatología. En esta ocasión, nos adentramos en el estudio del caso Wagner, un hombre que en 1913 asesinó a su esposa y cuatro hijos, además de a 12 vecinos de un pueblo en el que años atrás había ejercido como maestro. El historial fue escrito por el psiquiatra Robert Gaupp, encargado de valorar su estado mental y que redactó este informe de más de doscientas páginas, traducido y publicado en castellano por la AEN [1], valiéndose de sus entrevistas con Wagner y de la autobiografía que, antes de cometer sus crímenes, éste había ido escribiendo durante 4 años.

El caso Wagner nos permite adentrarnos en la infraestructura psicológica de un tipo de psicosis paranoica que se caracteriza por la búsqueda de estabilización por medio del pasaje al acto criminal más que por la construcción de un sistema delirante.

Los hechos comienzan con el asesinato a cuchilladas de su mujer y sus hijos dormidos, en septiembre de 1913. A continuación, Wagner, armado de varias pistolas viaja a Mülhausen, el pueblo donde años atrás, en 1902, había ejercido como maestro, y tras incendiar varios graneros, comienza a disparar a cuantas personas de sexo masculino encuentra en su camino, matando a 8 e hiriendo a 12. Tras ser reducido por los vecinos, es llevado a un hospital donde le amputan el antebrazo malherido. Interrogado por el juez se declara culpable de todos los crímenes, dice que su intención era suicidarse después y señala como móviles de su acción una serie de delitos de zoofilia cometidos por él en el año en que ejerció como maestro en Mülhausen. Estos delitos acabaron creándole serios remordimientos y ciertas alusiones de los habitantes del pueblo lo llevaron a pensar que murmuraban sobre sus delitos contra la moral, por lo que había decidido vengarse de su maledicencia.

En la investigación que se abre nadie del pueblo se declara enterado de dichos delitos y es descrito como un hombre afable, culto y dedicado a la enseñanza, además de un buen padre de familia. Se abre la sospecha de una enfermedad mental y se lo interna en la clínica de Tubinga para su examen psiquiátrico por el profesor Gaupp. Gracias a su informe, Wagner es declarado irresponsable y el juez determina el sobreseimiento del proceso penal. Wagner rechaza indignado su diagnóstico de paranoia y reclama ser juzgado por sus crímenes de los que se considera responsable. Hay que señalar que, si bien se arrepintió de haber matado a sus antiguos vecinos de Mülhausen, siempre sostuvo que se alegraba de haber matado a sus hijos porque siendo la suya una estirpe enfermiza, habrían heredado su condición y sufrirían tanto como él.

El estudio de este caso permite ahondar en la relación entre melancolía y paranoia, así como la distinción entre certeza y delirio. También ilumina la tan frecuente articulación entre la maldad del Otro, el ser un perseguido y la asunción de una misión megalómana de redención de la humanidad, cuestión que ya encontramos en el caso Schreber. Wagner es un hombre que se siente perseguido, pero antes es un hombre que se siente muy culpable. Es un culpable que se siente también víctima inocente, esta oscilación en el caso es fundamental: va a pasar casi inadvertidamente de la posición de degenerado donde el Kakón o la maldad están en él, a la de purificador, donde el Otro es malo y lo persigue y él debe vengarse.

El kakón es un término griego que se refiere a la maldad, el dolor o la desgracia padecidas por un ser humano. Es la vertiente mortificante del goce, que es lo que se ocupa de tratar el psicoanálisis. Esa porción del goce del cuerpo que no puede ser asumida por lo simbólico y lo imaginario y que es la piedra en el zapato de cualquier ser hablante, que en la psicosis puede ocupar casi todo el espacio. La aportación de Lacan nos muestra que la ubicación en la estructura depende de lo que cada uno hace con ese resto de goce maligno que nos habita. El neurótico lo sitúa en el marco de un fantasma. El psicótico no dispone de este recurso y se le ofrecen varias posibilidades: encarnar ese kakón, como sucede en la melancolía, o situarlo en el campo del otro, que se convierte en malo y perseguidor.

Wagner empieza por culparse horriblemente de su onanismo y después de su bestialismo, y gradualmente esas faltas, que tiene la certeza de que constituyen los peores atentados contra la humanidad, son puestas en boca de los habitantes del pueblo, que lo acusan de ellos haciéndolo sufrir, por lo que considera que deben ser asesinados, sin que él aprecie ninguna incoherencia en el hecho de que él es el primero en acusarse de esos crímenes. La hipótesis de J.M. Álvarez [2], que hacemos nuestra, es que el paso de la posición de culpa e indignidad a la posición paranoica, el agarrarse a la certeza de la maldad del otro, es un modo de defenderse de la caída melancólica, que es mucho más terrible.

Wagner nace en 1874. Noveno de 10 hijos, su padre muere cuando él tiene dos años. Su madre solía decir que había sido una suerte que muriera. Al parecer se trataba de una mujer un tanto melancólica y no muy cuerda, a la que Wagner atribuye gran influencia sobre él en sus memorias. “El chavalín de la viuda” es el modo con el que los vecinos lo conocen y, dice “en la voz no se advertía el menor asomo de compasión”. Este apunte que hace en su autobiografía muestra ya la atribución de maldad al Otro que se registra muy tempranamente.

Buen alumno, destaca en los estudios de magisterio, pero, dirá “lo que dio a mi vida toda su orientación marcadamente infeliz, lo que me hizo perder mi juventud, lo que acabó hundiéndome aún más en el fango fue el hecho de sucumbir al onanismo…Se me notaba”. A los 18 años las primeras masturbaciones son vividas como acontecimientos inasimilables en los altos ideales culturales que lo sostenían, teniendo además la vivencia de que todo ello era percibido e imposible de esconder a la mirada del Otro. “Nadie me lo dijo directamente, pero todo el tiempo escuchaba alusiones claramente. Por ejemplo, un compañero de estudios le deja en la cama una nota diciendo “levántate juerguista”, lo cual es interpretado por él como aludiendo a su degeneración. “todos los fracasos y pesares de mi vida guardan en el fondo relación con ciertas anomalías sexuales y la sensación de abatimiento que las acompaña”. En esa época se sintió enfermo, con dolores en diversas partes de cuerpo y sueños agitados que lo llevaron a estar de baja varios meses.

Aquí encontramos el inicio de los fenómenos elementales. Algo de lo real del goce de su cuerpo no puede ser significado y asimilado dentro de una idea de si mismo aceptable. Si se hubiera tratado de una neurosis, la representación intolerable habría dado lugar a una sustitución por otra y a un síntoma. Sin embargo, a falta de una defensa neurótica, el goce lo invade completamente y lo enferma, llevándolo hacia un delirio.

Hay una transición desde la culpa y el autorreproche a la autorreferencia: hablan mal de él. Una maniobra en la que el Kakón se traslada del sujeto al Otro, en un intento de apaciguamiento del malestar que lo invade.

El inicio del goce masturbatorio fue catastrófico para Wagner, pero lo peor estaba aún por llegar: entre 1901 y 1902 es destinado en Mülhausen, donde cometió una serie de actos sexuales con animales de los que nadie se enteró, según testimoniaron los vecinos, quienes además dejaron muy claro que nadie se mofaba de él sino que era respetado y estimado como maestro. Al poco tiempo comienza relaciones con una joven a la que dejará embarazada, motivo por el cual es relevado de su puesto y enviado a Radelstetten, donde permanecerá 10 años. Con ella se casará posteriormente y tendrá 5 hijos, uno de los cuales murió, llevando una vida familiar muy tradicional y ordinaria. Aún alejándose de Mülhausen, las habladurías de la gente respecto a su bestialismo se le van haciendo más presentes, al punto de que Wagner vive en un continuo sobresalto con el temor a ser descubierto por sus crímenes zoofílicos y salía a la calle con una pistola para matarse en caso de ser descubierto. El suicidio empieza a presentarse como una alternativa para eliminar el kakón de su ser. No fue esa la salida que finalmente se impuso, sino la de arrasar el linaje de los Wagner, incendiar el lugar donde había cometido sus delitos para borrarlo de la memoria y vengarse de quienes se burlaban de su oprobio. La vergüenza por su goce encontró en el odio una mala salida.

En Radelstetten continúan los fenómenos autorreferenciales y aparece un cierto histrionismo y declaraciones megalomaníacas del tipo “¡Qué Schiller ni que Goethe, yo soy el dramaturgo alemán más importante!” que aparecían cuando se alcoholizaba. Wagner continúa como maestro respetado 10 años hasta que pide su traslado a un destino superior, donde al poco de llegar cometería el asesinato de su familia. A continuación, viaja a Mülhausen a ejecutar su venganza. El tercer acto que tenía planeado, su suicidio, nunca llega a ejecutarlo.

Tras su detención Wagner dijo que no se arrepentía de sus actos. Justificó el asesinato de sus hijos por motivos altruistas, convencido como estaba de que habrían heredado las mismas tendencias inmorales que él, ya que su estirpe era de gente degenerada, lo cual lo sumía en la más negra de las melancolías y la cosa no tenía más tratamiento que la muerte. “Considero que muertos están perfectamente protegidos y a buen recaudo”, expresó. A su mujer la mató por pena y por compasión, para evitarle la desgracia de sobrevivir a la muerte de todos sus hijos. Los asesinatos de Mülhausen tenían una motivación distinta, el odio y la venganza contra la colectividad que lo acusaba.

El motor del acto ¿cuál fue? El axioma “Soy bestialista” concentraba todo el drama de Ernst Wagner. La culpabilidad y el autorreproche son primarios y se engarzan rápidamente en la autorreferencia que lo lleva al odio y la venganza. Pero en el asesinato de su familia no se trata de odio sino de un altruismo enloquecido que lo lleva a protegerlos del “carácter inexorable de la degeneración de su familia”. Al matarlos toca algo propio de su degeneración que se extendía al cuerpo de los suyos.

Tras el asesinato Wagner se mostró pacificado. Por fin se sentía “puro” y su odio había cedido un poco. Sus ideas de grandeza no cambiaron, se veía a si mismo como alguien extraordinario, con una misión que cumplir, un escritor político, pedagogo y purificador de la raza humana.

Ya internado Wagner continuó sufriendo el tormento de la autorreferencia, escribiendo esta frase proverbial refiriéndose a su estancia en Mülhausen: “La cosa llegó a tal extremo que, en cuanto se reunían dos, yo era el tercero del cual se hablaba. La verdad es que el aire debió espesarse tanto con mi nombre que hasta hubieran podido meterlo en sacos”. La autorreferencia es la defensa de quien no puede hacerse cargo de sus dichos. Wagner escribe “Hay cosas que te llenan la cabeza y que gusta trasladarlas a las cabezas de los demás”.

Los años que permaneció en el manicomio Wagner continuó escribiendo. En 1923, 10 años después de los crímenes, se produjo un giro inesperado: de pronto Wagner cae en la cuenta de que había sido objeto de plagio por parte de Franz Werfel, un dramaturgo judío de la época. Este hecho ponía en peligro sus pretensiones de hacerse un nombre como escritor y dio lugar una segunda etapa de su delirio paranoico que le dominó hasta su muerte. En este, el axioma “el Otro me plagia” lo conduce a una mejoría mucho mayor que la experimentada con sus crímenes, debido a que, por una parte, logra localizar la maldad de modo muy claro en los judíos, contra los que desarrolla un apasionado odio, y a que se siente llamado a una misión: reclamar oficialmente por el plagio y de paso purificar la lengua alemana de la influencia perniciosa de los judíos. El kakón ha sido situado inequívocamente en otro al que combatir y él es el encargado de devolver la pureza a la lengua.

Si bien al principio se trataba de la degeneración sexual (“soy bestialista”), esto lo llevaba a la autorreferencia pero no dio lugar a un delirio formado. En cambio, con el tema de la degeneración de la lengua permitió empezar a delirar, si por tal entendemos, a partir de un axioma (“soy plagiado”) construir una trama de sentido que da al sujeto la razón de por qué otro malvado lo ha tomado como objeto de su persecución. Vemos aquí la diferencia entre el axioma delirante (la certeza) y el delirio propiamente dicho. Las invenciones delirantes aportan algún margen de maniobra, mientras que la autorreferencia deja al sujeto ante algo oscuro e indiscernible que le concierne sin saber porqué.

Wagner al principio no rompió a delirar y solo experimentó la dimensión de la autorreferencia, en este caso las difamaciones sobre él. Tal vez fue esto lo que lo condujo al acto homicida como solución frente a su postulado melancólico. Tal es la hipótesis de J.M. Álvarez, que nos parece ciertamente interesante.

Una transición de la melancolía a la paranoia precisa un movimiento subjetivo en el que el kakón bascule del sujeto al Otro y se instale en él. Wagner se sabía impuro desde su juventud, un sujeto degenerado contra el que el Otro murmuraba. Pero eso no lo llevaba a ninguna explicación de por qué esa maldad ni mucho menos una misión, permaneciendo atascado en una trama de alusiones que se hacía más densa cada vez. El hallazgo del delirio de plagio, en cambio, le permite encontrar una misión, que casualmente es limpiar lo impuro de la lengua alemana y purificar el mundo, lo cual le proporciona algún alivio.

Lacan define la paranoia como la posición subjetiva de identificar el goce en el lugar del Otro como tal: el Otro goza de mí. En la paranoia el Otro no encarna el lugar del ideal, sino que se convierte en un Otro malvado o indiferente. A partir del encuentro traumático con un vacío de significación el paranoico no queda perplejo como le sucede al esquizofrénico, sino que interpreta y produce sentido: el Otro lo vigila, conoce sus pensamientos más íntimos, nada sucede al azar, todo tiene una lógica relacionada con la maldad del Otro, etc.

En el ser hablante se trata siempre de qué hace uno con el goce que lo habita por el hecho de estar atravesados por el lenguaje, “parasitados” por el significante. El significante produce efectos de goce en el cuerpo (esto ya es el último Lacan) y sabemos que es el lenguaje el que produce también efectos de extracción de ese goce. En la psicosis el lenguaje no ha ejercido esa función pacificadora y los diferentes polos de la psicosis responden al lugar donde se coloca el goce inasimilable: si se coloca fuera, en el lugar del Otro, estamos en la paranoia. Si retorna sobre el cuerpo estamos en los fenómenos xenopáticos de la esquizofrenia. Si cae sobre el propio sujeto, éste encarna el mal radical y es culpable de todo el mal del mundo, como sucede en la melancolía. En muchos casos encontraremos una oscilación entre dos o más de estos polos.

Notas

[1] “El caso Wagner” . Robert Gaupp. Asociación Española de Neuropsiquiatría. 1998, Madrid

[2] “Hablemos de la locura”. José María Álvarez. Xoroi ediciones, Barcelona 2018