«La normalización del mal», de Carlos Varela Nájera

Por Fernando Torres.

 

 

 

Un libro dedicado al mal. Al mal en sus múltiples formas, definiciones, causas y efectos. Y no sólo al mal como tal, sino a ese otro mal del mal, que es su naturalización, su normalización, su inclusión en la vida cotidiana, social, en el lazo con el otro, en la cultura, en el pensamiento, su conversión en algo que ya no asusta, que no genera ni asombro, escondido tras un siniestro goce, repetitivo y acéfalo.

El libro de nuestro autor, recorre, con sus 10 capítulos, la estela del mal, para cernirlo desde los enfoques más variados, transmitiendo un saber construido con un magistral entrelazamiento de los conceptos psicoanalíticos con otros de la cultura, la historia, la filosofía, el arte. Nos atrevemos a realizar una mención, no exhaustiva, de algunos de los elementos tratados en cada uno de los densos y trabajados capítulos del libro, a modo de llamada de atención al lector.

En el capítulo primero, Varela nos explica como las sociedades modernas quieren negar la existencia del mal, siendo su raíz “el deseo siniestro del sujeto de violentar al otro sin medida”, rompiendo el lazo social, y así “la vida es silenciada por el orden del discurso del mercado que instituye la destrucción en el lugar del deseo, a esto llamamos la normalización del mal”. Y el autor busca el mal en el tiempo, desde el «neikos», esa discordia originaria de las que nos habló Empédocles de Agrigento, pasando por Kant, con su apreciación de una tendencia al mal ante la cual no queda mas que una postura moral, y por Hegel que lo aprecia como «negatividad positiva», desde el cristianismo que lo emparenta con lo demoniaco fragilizando el poder de Dios, con Satán como su cómplice poniendo a prueba a los hombres, ¿goza Dios mediante el Diablo?, pasando por la «banalidad del mal» de Hana Arendt producida por una incapacidad de reflexión sobre los propios actos subsumidos a la obligación del deber, y el enfoque Sadeano, del gozar con pleno derecho del cuerpo del otro, con las zonas erógenas llevadas al límite, doblegadas al dolor del órgano, que no llegará al placer sin un monto de angustia, y con un culto al mal como bien necesario, como una ética. Y nos recordará la “vida como un campo de concentración”. El psicoanálisis no trae para el sujeto una solución al mal, “ni catecismo, ni plan de salvación de la humanidad”. Nos dirá que según Freud la tendencia al mal solo podrá disminuir con la aplicación de la ley y el derecho, sin embargo nuestro autor nos recuerda que “lo que intenta desconocer el derecho es que en el mal hay una dimensión de goce”; el sujeto tendrá que “tragarse sus pedazos siniestros“, siendo su única salida “darle movilidad al goce”.

En el segundo capítulo aborda la violencia como una obra cultural, pero fallida, apoyándose en El malestar en la cultura, de Freud. El asesinado del padre de la horda genera instituciones culturales y una civilización sostenida por la ley y organizada socialmente alrededor de la culpabilidad. El autor expone que desde el psicoanálisis se considera que el sujeto tiende a la agresión intentando ser solventada con sistemas religiosos, delirantes. Sin embargo la agresividad es intrínseca al sujeto, dirá “Freud menciona que al otro se le usa, explota, viola y asesina”. Para nuestro autor “el hombre es el máximo depredador, acaba con los recursos naturales como si quisiera inconscientemente eliminar toda posibilidad de sobrevivencia…. somos asesinos en potencia o seres para la muerte”. Nos expone que J. Lacan aborda la agresividad en su estadio del espejo, Varela comenta: “el infante no soporta ver a otro idéntico a él… ese que se presenta como completo ante él lo castra, por eso responde con agresividad”, y recordará que para este mismo autor en el 1950 la pulsión de muerte es “simplemente la tendencia fundamental del orden simbólico a producir repetición”. El capítulo desarrolla otros múltiples enfoques (Hegel, Kant, Zizeck) que animan a su atenta lectura, rememorando en su finalización la afirmación de Lacan: “el camino hacia la muerte no es otra cosa más que el goce”.

El tercer capítulo se detiene a analizar los celos, esa “parte más irracional, animal, del sujeto, que pueden llevarlo al asesinato, o bien, a construir enfermedades imaginarias”. Nos dice que el celo “desbarranca al sujeto a la destrucción del otro; … lleva al deseo de darle muerte”; es allí donde se juega la metáfora freudiana “estoy celoso de Ud: lo amo”, ya que Freud encuentra paralelismo entre celos paranoia y homosexualidad. Y nos recuerda que Lacan comentaba que tras los celos amorosos “se oculta un deseo de infidelidad y se proyecta sobre la persona amada, que se manifiesta en un deseo sexual del rival”. El celo se comportaría “como un goce siempre fuera de la palabra”. El celo sería un desecho del amor, un último reducto, cuando éste “no-da para más”. El capítulo se despliega en el desarrollo de lo celotípico, de su triangulación, de los celos en la mujer… un extenso recorrido a lo largo y ancho de lo celotípico.

En el cuarto capítulo se analiza el suicidio, acto intencional, mediante el que el sujeto, en ese su pasaje al acto, “intenta resarcir (remendando) un orgullo, una culpa o un sufrimiento”. Observa que para Lacan el acto suicida también busca lanzar una mirada de reproche. “Siendo abarrotado por un duelo que elimina su intermediación simbólica, este duelo lleva al sujeto al vacío, a la nada, sufre entonces un ataque de pánico y se suicida”. El suicida rompe sus lazos con la metáfora paterna y “no soporta su fantasma”. Nos indica cómo para Lacan el acto suicida, aunque ganado, es un acto fracasado, “completamente fracasado desde el punto de vista del goce”. Nos expondrá que para Freud el suicidio es “una salida, una acción, un desenlace de conflictos psíquicos y lo que corresponde explicar es el carácter del acto y de qué modo el suicida pone fin a la resistencia contra el acto suicida”. El capítulo recorre con maestría los enfoques psicoanalíticos del suicidio, la muerte y el duelo,

El quinto capítulo profundiza en La Ley, entendida tanto como forma de estructurar la sociedad, así como “trazo de lengua que nos inscribe del lado de lo simbólico”. Nos dirá: “el derecho existe si es nombrado, de otro modo no existe, no puede escribirse, no hay ley a señas, hay ley a lenguas”. Pero la ley estará “más allá del enunciado… en el sujeto de la enunciación para ser exactos”. Así, “ejercer la ley desde el orden jurídico es la puesta en acción del discurso Amo”. Pero nos recuerda: “más allá de un yo está un sujeto que está sujeto a la ley y, por lo tanto, es efecto de la prohibición”. Leeremos que “ley es una función simbólica mientras que al derecho cada quien lo interpreta, le pone un apalabramiento en lo que no está escrito”. En este capítulo encontraremos un recorrido a través de Kant, Freud, Lacan, el Urvater, la culpa, el Nombre del Padre y otros elementos de la teoría psicoanalítica vinculados con la ley y el derecho.

El sexto capítulo “muerte y agresividad” nos explica cómo “el acto de violencia hacia el prójimo es necesario, es más, funda el lazo social”, siendo el ser humano “una especie mortífera, que además mortifica al otro antes de consumirlo”. Para Kant el ser humano sufre de tres apetitos: “sed de horrores, de dominación y de bienes”. El autor nos transita por la existencia de “un placer en dañar al otro… un disfrute en el dolor”, y de un cuerpo libidinal que es “para la muerte”. Aquí Freud nos trae la mala nueva de la pulsión de muerte, ese orden mítico pulsional que tiene la función de destruir lo orgánico. Y así el capítulo nos irá introduciendo en la guerra, la muerte, la crueldad, la tortura… hasta afirmarnos el daño al Otro como un imperativo de goce, y aventurar su hipótesis de la cultura como un señuelo, “un pacto logrado por el inconsciente a través de la lengua, a condición del derramamiento de sangre como cuota a pagar”; finaliza el capítulo afirmando que “la discordia está en el origen”, esa discordia de la que nos hablaba el mundo heleno, y a la que él hace referencia como “escisión pulsional o trauma fundamental” y nos recuerda la tesis psicoanalítica de ese excedente pulsional, asociado a la limitación en la dotación instintiva, que hace “constitucionalmente peligroso” al ser humano, llevándole “por el empuje pulsional y su carencia de programa instintivo” a “situaciones de riesgo o confusión a la hora del acto”. Sin instinto limitante, la escisión pulsional vida-muerte, “deja al azar de la intrincación” entre ambas “el destino del hombre”.

El séptimo capítulo está dedicado a la concepción del duelo de Jean Allouch, y a los elementos que la distinguen del enfoque Freudiano en Duelo y Melancolía, y que se apoyan en el enfoque de Kenzaburo Oé y en algunas aportaciones lacanianas al respecto, además de Hamlet. Mientras que Freud nos habla de trabajo de duelo, y de reemplazo del objeto, amado y perdido, Allouch nos hablará de “subjetivación de la pérdida”, ese acto “capaz de efectuar en el sujeto una pérdida sin compensación alguna, una pérdida a secas”. El duelo sería consustancial a un sujeto barrado cuyo origen está en la pérdida, el duelo no sería un trabajo, sino un “acto de sacrificio”. Varela nos dice que para Allouch: “quien está de duelo se relaciona con un muerto que va llevándose con él un trozo de sí. Y quien está de duelo corre detrás, los brazos tendidos hacia adelante, para tratar de atraparlos a ambos, al muerto y al trozo de sí mismo, sin ignorar en absoluto que no tiene ninguna posibilidad de lograrlo”. Para Allouch el duelo no consiste en cambiar de objeto, sino en establecer una nueva relación con éste, teniendo en cuenta que nunca se sabrá qué es realmente lo perdido por el que sufre la pérdida. En palabras de Varela: “En una muerte se pierde una parte de sí. No una parte de mí (el deudo), ni una parte de él (el muerto), sino una parte de un sí impersonal, que a la vez que no es de ninguno, les concierne a los dos”, y añade “en el duelo pierdo la dimensión de objeto que, hasta el momento de la pérdida, ocupé para el otro (amado y perdido)”. El duelo es “un drama que no es entre dos, sino por lo menos entre tres: el muerto, el vivo y el “pequeño trozo de sí”, agalmático.

El capítulo octavo, “Pasiones del alma”, lo dedica Varela a Baruch Spinoza, “quien define la pasión como un fin que debe regir la conducta del sujeto. Para Baruch el sujeto en pasión, expresa un modo de ser, en cuanto la pasión es algo practicable que conducirá a la rectitud”. Spinoza desarrollará una teoría en la que “en cuerpo y la conciencia están pegados en forma copular”, pero que espíritu y cuerpo estén unidos, “no significa que en la experiencia el espíritu humano tenga pleno y claro conocimiento de sí”, con lo que deja abierta la puerta a la existencia de cierta parte de la conciencia, del espíritu, que, según Varela, “engaña”. El alma para Spinoza tiene capacidad de infundir pasiones, que analiza geométricamente, incluso las atribuye potencias. La política sería una de esas pasiones del alma, y en el capítulo se encarga de abordar sus imbricaciones que se dan en el cruce entre lo espinoziano y psicoanalítico, recordándonos Varela que para Lacan, “lo inconsciente es lo político, ahí donde lo inconsciente es el discurso del Otro”.

El capítulo noveno, está dedicado a la angustia. ¿Cuál es la verdad que encierra la angustia?. Y se inicia explicándonos que para Lacan la verdad sobre la angustia, eso que “no engaña” es traída por Kierkegaard. Éste plantea la angustia analizando el pecado original en el mito de Adan y Eva. En el paso de la “inocencia” de la “indeterminación”, características de la especie, a través del pecado original y la culpa, hasta el individuo, toma lugar la angustia. Por eso la esencia de la angustia es la imprecisión, la indeterminación. “El objeto de la angustia es la nada” dirá Kierkegaard. Será el lenguaje el que ocupará el lugar vacío. A partir de la culpa, del pecado, la palabra vendrá a sustituir a la nada. El capítulo recorre la influencia de Kierkegaard sobre Lacan y el psicoanálisis, sus críticas a Hegel, con una llamativa referencia a la función de falta y a la ausencia, y a esa su “espina en la carne”, “eso que en el fondo llenó mi vida”, en palabras del filósofo danés.

El décimo capítulo, que cierra el libro, lo dedica Varela al término unheimlich, “lo siniestro”, eso “extraño e inquietante” en términos de Shelling y que Freud expone en su escrito del mismo nombre de 1919: eso que “habiendo sido destinado para permanecer en el secreto, en lo oculto, ha salido a la luz”, para el filósofo alemán: “todo lo que debería permanecer secreto, pero que se manifiesta”. Se trata del término antónimo de heimlich, que tiene varios significados diferentes (y que se acercan a aquel su antónimo): bien lo que es “familiar, íntimo y amable”, bien “lo secreto, lo oculto, lo impenetrable”, y al mismo tiempo “lo vedado, lo escondido, lo peligroso”. Lo siniestro surgiría, en palabras del autor, del “juego dialéctico entre dos términos opuestos, por el hecho de que está concentrado en el mismo objeto lo familiar y lo extraño, lo escondido y lo visible”, por ello “lo que era antes familiar emerge bajo un aspecto amenazante, peligros, siniestro”, “haciendo coincidir en el seno del objeto, a la vez presente y ausente, el acto de olvidar y el acto de rememorar”. Desde aquí el autor abordará, entre otros elementos, y como cierre del capítulo anterior y colofón del libro, la angustia en relación con lo siniestro, haciéndose eco del Malestar en la Cultura de Freud: “No existe nada más siniestro que el hombre”.

En definitiva, “La Normalización del Mal”, un libro de Carlos Varela Nájera que no deja al lector indiferente, y que no podemos por menos que recomendar, sin dejar de advertir con palabras de Nietzsche, de Más allá del Bien y del Mal: “Cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti».