La pandemia y sus efectos en salud mental

Por Antonio Ceverino.


Los servicios de salud mental son un recurso que las administraciones inventaron al amparo del discurso de la ciencia y el compromiso de los profesionales en los años 60 para tratar a los pacientes sin desinsertarlos de su medio y superar las instituciones manicomiales. El centro de la red gravita sobre los servicios de salud mental ambulatorios (CSMs), que se apoyan en unidades de internamiento y urgencias de los hospitales, y en un denso entramado de recursos concertados para el acompañamiento y el apoyo psicosocial, laboral y residencial.

Desde la declaración del estado de alarma los CSMs y los recursos psicosociales limitaron la atención presencial y se priorizaron las consultas telefónicas, sobre todo en los casos más vulnerables y la psicosis. Al mismo tiempo muchas unidades de hospitalización en Madrid se trasladaron a otros centros y a los antiguos psiquiátricos, con restricción de visitas y salidas.

Por otro lado, los equipos terapéuticos se vieron mermados por las bajas de compañeros que iban infectándose. Si antes los enfermos iban al médico, en esta crisis los profesionales fueron a la enfermedad, como soldados al campo de batalla, entre los aplausos desde los balcones y muy conscientes del riesgo que corrían ellos y sus familias. 

Una fenomenología de las consecuencias psíquicas de la pandemia y el confinamiento tiene en cuenta variables como la edad, la estructura clínica, la magnitud de las pérdidas y las condiciones socioeconómicas y familiares.

Cuando un objeto de lo real (en este caso un virus ancestral, invisible, un elemento de la naturaleza que creíamos ya domesticada) irrumpe de esta manera en la realidad, de algún modo perfora el relato que sostenía el mundo y revela la brecha que con anterioridad velaba el fantasma y el paradigma civilizatorio imperante.

El primer efecto subjetivo es de perplejidad, al mostrarnos que el mundo no era un lugar tan seguro como creíamos, y el afecto privilegiado de la irrupción del objeto sin mediación simbólica es la angustia.

Este hecho, que en psicoanálisis llamamos traumático, socava el prestigio del sujeto supuesto saber que representaba la ciencia y los pilares del sistema global. Por eso, aunque volvíamos los ojos a diario a los comunicados de las autoridades sanitarias, ni la comunidad científica ni nuestros gobernantes alcanzaron a ocupar el lugar del Otro que ofrece garantía. No hay ninguna autoridad simbólica que retuviera durante la crisis el prestigio necesario para evitar la propagación de la angustia y pacificar el cada vez más tensionado campo de lo social. Porque además, sabemos que la angustia es un afecto proteico: se presenta a veces de forma libre, como angustia pura, otras veces se liga al objeto fóbico, o se transforma en rabia e indignación, o busca un otro malvado y culpable, un enemigo en que encarnarse.

La realidad perdió de repente el marco que la sostenía, y se volvió un lugar hostil, reveló la vulnerabilidad de los cuerpos, y en los primeros momentos, en la atención telefónica escuchábamos el miedo a contagiarse y morir, y el relato de las pérdidas, pérdidas traumáticas porque los enfermos se han muerto muy mal en esta crisis: solos, encerrados en habitaciones de hospital o de residencias, sin poderse despedir de sus seres queridos. Con el bienintencionado objetivo de no sembrar el pánico se despojó a los ciudadanos de la oportunidad de elaborar la magnitud de las pérdidas y despedir a las víctimas. Los fallecimientos se redujeron a un número, una cifra siniestra y deshumanizada que cada día iba creciendo, y sin posibilidad de que los rituales funerarios (que resultaron gravemente impedidos) permitieran una mínima elaboración simbólica.

Otra dimensión del sostén psicoterapéutico se dirigió a personas muy afectadas por las separaciones, la soledad y el aislamiento que provocó el confinamiento. También a las familias que habían perdido los medios de vida y subsistencia, porque si bien es cierto que el coronavirus se expandió por el mundo sin respetar fronteras ni clases sociales y ha sido igualitario en sus contagios, sus efectos sí fueron muy diferentes en función de la brecha social. Como escribió Byung-Chul Han, la infección es democrática, el CoVid escoge a sus víctimas aleatoriamente, pero «la muerte no es democrática».

El teletrabajo, por ejemplo, no se lo pueden permitir los cuidadores, los trabajadores de la limpieza o los supermercados. Las condiciones de renta y habitabilidad hacen que para muchas familias el confinamiento conllevara más riesgos que la propia infección, y las tensiones de la convivencia produjeron un rebrote de violencia de género, e innumerables urgencias psiquiátricas sobre todo en los llamados “trastornos de la personalidad”. La pandemia que empezó siendo una crisis sanitaria al poco devino en una crisis económica, política y social, y este es también un malestar que hubo que acoger. En la educación también influyó esta desigualdad en medios digitales y, consecuentemente, en oportunidades y derechos. Paradójicamente a veces los niños estaban encantados con el confinamiento por poder pasar más tiempo con la familia. Pero, no fue así en los padres, sobrecargados por las tareas escolares de sus hijos y a la vez expuestos a los efectos del teletrabajo, que difumina los límites entre lo público y lo privado, entre el espacio colectivo del puesto de trabajo y el hogar.

Otro esfuerzo se orientó al sostén de compañeros sanitarios desbordados por el cansancio, el enfado, la impotencia y (no lo olvidemos) la discriminación o el estigma que sufrían en el vecindario a veces. A pesar de que el discurso belicista los calificaba de héroes, no eligieron su profesión para sacrificarse y poner en riesgo a sus familias. Simplemente hicieron su trabajo de la mejor forma que pudieron. En su mayor parte estuvieron parcialmente protegidos por su identidad profesional (a pesar de la desconfianza creciente en los gestores sanitarios y sin el auxilio del sujeto supuesto saber ya deteriorado del discurso científico), y no recurrieron apenas a las consultas que se habilitaron para la descarga emocional: se apañaron entre ellos, se apoyaron en sus propios compañeros y en sus familias.

En la escucha de pacientes neuróticos la angustia a veces adquirió una tonalidad existencialista. Cuando algún acontecimiento nos arrebata de la vida cotidiana, interrumpe el automatón en que estamos adormecidos y surgen las preguntas sobre la propia existencia: ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿A qué entrego mi cuerpo y mi tiempo, como un sacrificio?

El coronavirus ha dejado todo esto al desnudo, ha venido a revelar lo que ya sabíamos íntimamente de nosotros mismos y de la sociedad, y que estaba velado: Que el sistema sanitario había quedado seriamente quebrantado por los recortes, que las residencias de mayores se habían convertido en un lucrativo negocio de almacenamiento de mayores. Quienes se sentían seguros descubrieron entonces que nunca lo estuvieron.

A esta angustia contribuía la incertidumbre ante el futuro, por la sensación de que nada después de esto va a ser igual, que esta irrupción de este real lo va a transformar todo irremediablemente tanto a nivel individual como colectivo.

Paradójicamente, sin embargo, nos encontramos en muchas personas un cierto alivio, quizás por la disolución que el confinamiento produjo de los mandatos superyoicos que antes comandaban las vidas (producir, ser activos, trabajar, multiplicarse en tareas sin fin aquí y allá). La declaración del estado de alerta transmitió un único imperativo a la población: «Quédate en casa», y a eso se vieron reducidos durante ese tiempo los deberes y obligaciones del «buen ciudadano”. Con eso bastaba. Algunas personas vivieron aquel periodo con la sensación de que el mundo se había detenido, que la vida tan acelerada e impropia que llevaban les había dado un respiro; como un estado de excepción o de cuarentena planetario en el que nos mantuvimos a la espera, entre paréntesis. Como si se hubiera producido también un cierto confinamiento del superyó.

Aunque, claro, por otra parte, esta instancia insaciable siempre retorna en sus exigencias. Si no es el horario laboral o el jefe, es el propio sujeto el que arrebata el látigo al Amo para flagelarse, en forma de la hiperactividad en casa, tareas escolares, deporte, bricolaje del hogar… Algunas personas reconocían un difuso sentimiento de culpa por no estar aprovechando la oportunidad de hacer algo productivo con el tiempo detenido del confinamiento, como estudiar, pintar la casa, aprender un idioma, etc. En muchos casos se nos transmitía la queja de no poder concentrarse, no poder terminar la novela que estaban leyendo, no poder concluir el libro que estaban escribiendo. La sobreinformación (en los medios de comunicación, en los mensajes de nuestros colegas o familiares, en internet) sobre la pandemia lo ocupaba todo, como si el virus además de invadir los cuerpos colonizara también el espacio mental.

En algunos sanitarios que dieron positivo en la serología se deslizaba un cierto alivio, como si de esta forma ellos (que habían salvado la vida entre tanta desolación) ya hubieran pagado la libra de carne en el altar de ese dios oscuro. Ya estaban justificados.

También en la psicosis, nos sorprendió al principio de la pandemia, una cierta sobreadaptación de los pacientes, como si encajaran mejor el confinamiento que los propios neuróticos. En parte quizás porque muchos psicóticos se sintieron descargados de todas las tareas y obligaciones que el nuevo higienismo de la rehabilitación psicosocial hace recaer sobre sus espaldas, en el empeño a veces imposible de “socializarlos” y volverlos “útiles” y productivos.

Algunos paranoicos con delirios de persecución y control también se vieron confortados en la medida de que el delirio se hizo universal. La paranoia se ha generalizado, y ahora más porque los gobiernos, para garantizar el bien supremo de la seguridad sanitaria, legitiman el control y geolocalización y crece el temor de que puedan ser instrumentados por el poder producir un menoscabo de la libertad y la intimidad. La angustia colectiva se vuelve psicosis colectiva, y propicia todo tipo de teorías de la conspiración, siempre como un modo de defensa frente a lo que no podemos controlar. Es como si, ahora que estamos enfrentados a la contingencia más abstracta (un virus invisible y aleatorio), prefiriéramos la conspiración que nos permite odiar a alguien concreto. Preferimos la mala voluntad al azar ciego, como dijo Santiago Alba Rico. Esto hace que algunos paranoicos se sintieran menos raros y su delirio, menos solipsista, adquirió algún tipo de resonancia social, como una folie a deux colectiva. Algo parecido a lo que ocurrió con algunos pacientes agorafóbicos, o hipocondríacos, que en aquellos días se encontraron en su mejor momento. O con los pacientes psicosomáticos, que a veces experimentaron mejorías sorprendentes, como si el coronavirus hubiera abolido el resto de las enfermedades, y pareciera que ya nadie se pudiera enfermar o morir de otra cosa.

De todas formas, el alivio que esto produce en los sujetos paranoicos es limitado, y circunscrito a casos muy particulares. El delirio por definición es singular, incomunicable, su utilidad para el sujeto no es en ningún caso una prótesis del lazo social, y por eso, sobre todo con el paso del tiempo, más que a una estabilización asistimos a lo contrario. Si en las primeras semanas se redujeron las urgencias psiquiátricas (había que “estar muy loco”, literalmente, para ir a un hospital en aquellos días y exponerse al contagio), a las pocas semanas asistimos a una epidemia de descompensaciones y nuevos brotes. Entonces empezaron a ingresar paranoicos que hasta el momento se habían mantenido invisibles bajo el radar de los servicios psiquiátricos. Paranoicos de barrio que habían eludido hábilmente hasta el momento al Otro de la ley y la salud mental y que entonces, enardecidos por ese clima de conspiranoia generalizada, o por la prolongada convivencia familiar, o como consecuencia de un espacio vecinal cada vez más tensionado, florecieron como amapolas en primavera.

Hay algunos factores de descompensación paranoica que también podemos pensar. Por ejemplo, la dependencia de las pantallas en aquellos días. La imagen, en su dimensión cautivante, ejerce un cierto alivio frente a la angustia, pero al mismo tiempo las pantallas presentifican otro objeto de la angustia: la mirada del Otro.

Otro posible factor fue la mayor consistencia que adquirió en esos tiempos la figura del vecino, que es un personaje que nunca falta en la paranoia urbana. Antes no conocíamos a nuestros vecinos: pasábamos el día fuera de casa, no coincidíamos, eran desconocidos en las raras ocasiones en que nos cruzábamos en el ascensor. Por el contrario, en aquellas semanas de la cuarentena los escuchamos todo el tiempo, la música que oían, sus conversaciones, el ruido cuando hacían deporte o practicaban sexo… Esto para algunas estructuras paranoicas se hizo insoportable.

Podemos decir algo más del efecto en las otras polaridades de la psicosis. En la melancolía la descompensación se producía en la medida en que el confinamiento y la interrupción de la vida laboral y la cotidianidad dejaron a muchos sujetos desprovistos de las apoyaturas e identificaciones imaginarias en que se sostenían. Y también por la imposibilidad estructural de elaborar el duelo de las pérdidas que tuvieron lugar en estas semanas. A veces el miedo a la enfermedad adoptó la modalidad de miedo a contagiar a los otros, a los familiares, a los seres queridos, como si el melancólico ya llevara dentro el kakon, el objeto malo.

La esquizofrenia es quizás la posición más aparentemente desinteresada de los acontecimientos que para el resto de los sujetos suponen una tremenda sacudida de los lazos sociales, y quizás corresponde a esta polaridad los psicóticos que nombraba al principio como sobreadaptados al confinamiento. El propio apartamiento autístico con el que se ponen a distancia de los otros, en esta ocasión les sirvió de protección natural.

A modo de conclusión, sabemos que el trauma tiene una temporalidad particular, tiene dos tiempos: tenemos el tiempo del acontecimiento traumático y sus efectos subjetivos y luego el tiempo del síntoma. Por eso, no es posible valorar a nivel clínico ahora qué efectos van a desencadenarse en ese encuentro con lo traumático. El impacto emocional del acontecimiento coronavirus también desescala en fases, y estamos a la espera de la elaboración que cada sujeto pueda hacer con el trauma y los duelos, y también colectivamente, como comunidad. Esta elaboración precisa, además de tiempo, de un otro que pueda escuchar, y va a depender también del estado en que queden los servicios sociosanitarios y del modo en los vínculos comunitarios hayan quedado afectados después de estos meses de aislamiento, desaferentización, y miedo y rechazo al semejante.



Bibliografía

Rivas, E. (2000). Psiquiatría-Psicoanálisis. La clínica de la sospecha. Málaga: Miguel Gómez ediciones.

Entrevista a Byung-Chul Han (2020). Viviremos como en un estado de guerra permanente. Sitio web: https://euractiv.es/section/future-eu/interview/byung-chul-han-viviremos-como-en-un-estado-de-guerra-permanente/

Alba Rico, S. (2020). Apología del contagio. Sitio web: https://ctxt.es/es/20200302/Firmas/31282/coronavirus-contagio-apologia-miedo-santiago-alba-rico-covid19-enfermedad.htm