Las voces sacrificiales de La Jouis-Senses- El castrato y el shofar

Por Tommaso Lonquich

En travesti: Desde “prima donna” hasta “primo uomo”

Los cantantes castrati aparecieron en el seno de la Iglesia Católica a mediados del siglo XVI, y pronto se convirtieron en elementos cruciales de la ópera, con miles de niños castrados anualmente para satisfacer la demanda máxima en las décadas de 1720 y 1730. Después de un declive gradual, los castrati permanecieron activos solo en la Capilla Sixtina, que “había sido su cuna y su santuario todo el tiempo: el núcleo de la perversidad en el corazón mismo de la iglesia”. [1] Su empleo en la Capilla Sixtina no fue prohibido hasta el 1903, por León XIII.

La castración se conseguía extirpando los testículos entre los ocho y los doce años, antes de que la consumación de la pubertad bajara la voz. Entre una multitud de otras desproporciones corporales, los castrati desarrollaban cajas torácicas más voluminosas que los hombres no castrados, dotando a su canto de un poder y una resonancia notables, sin igual entre sus contrapartes femeninas. [2].


Los castrados inicialmente reemplazaron a las mujeres, a quienes se les prohibió cantar en la Iglesia y en los teatros públicos de los Estados Pontificios. En un desarrollo que hoy parece peculiar, pasaron desde cantar personajes femeninos (en travesti) a papeles previamente cantados por hombres no castrados, caracterizados por la más heroica de las virtudes masculinas (por ejemplo, el papel principal en el Giulio Cesare de Händel). En efecto, el castrato estaba en la posición privilegiada de suplantar tanto a hombres no castrados como a mujeres, negando aparentemente la diferencia sexual: una voz “original” y totalmente fabricada: a la vez ‘prima donna’ y ‘primo uomo’. [2]

El erotismo de un ángel anamorfo

Durante su gira de 1770 por Italia, el historiador musical británico Charles Burney se esforzó para ubicar dónde se ‘producían’ los castrati:

Pregunté por toda Italia en qué lugar los niños estaban principalmente calificados para cantar por castración, pero no pude obtener información cierta. Me dijeron en Milán que era en Venecia; en Venecia que era en Bolonia; pero en Bolonia se negó el hecho y se me remitió a Florencia; de Florencia a Roma, y de Roma me enviaron a Nápoles… se dice que hay tiendas en Nápoles con esta inscripción: ‘QUI SI CASTRANO RAGAZZI’ («Aquí los muchachos son castrados»); pero no pude ver ni oír hablar de tales tiendas durante mi residencia en esa ciudad”. [3]

El aspecto metonímico de la búsqueda de Burney revela la opacidad moral que rodeaba la práctica de la castración, práctica que la Iglesia católica a la vez prohibía y fomentaba. La interdicción tácita de localizar a los cirujanos responsables significaba que la operación parecía haber ocurrido siempre… en otro lugar. Parece hacer eco de esos santuarios inefables a los que se refiere Lacan, donde el hombre y la mujer supuestamente pueden encontrarse en conjunción armoniosa: “siempre son lugares donde uno realmente debe tener la contraseña para entrar. Solo se oye hablar de ellos desde el exterior”. [4]

Mladen Dolar comenta que la cualidad angelical de las voces y del porte de los castrati deben haber disociado el disfrute de su canto del ámbito sexual. [1] Los relatos de la percepción pública durante la vida de los propios castrati pintan un cuadro más matizado y ambiguo. A pesar de las voces angelicales, el ámbito sexual parece haber estado siempre insistentemente presente, precisamente por el hecho que el cuerpo caricaturesco del castrato funcionaba como el soporte erotizado de la masculinidad sacrificada. Además, la función eréctil generalmente conservada de los castrati y su asegurada infertilidad los convertían en objetos sexuales eminentemente seguros, deseados tanto por hombres como por mujeres. A pesar del ridículo que a menudo engendraba su ‘pequeña diferencia’, eran artísticamente venerados y tenían el potencial de alcanzar la posición social más elevada, beneficiándose de la fama internacional y obteniendo ingresos considerables. [2]

A medida que cambiaban los vientos políticos de Europa, los castrati se identificaron con la perversidad del Antiguo Régimen: uno de los primeros decretos de la Revolución Francesa fue la prohibición hacia los castrati de cantar en público. [1] Fue en efecto el resultado de una anamorfosis histórica: un cambio de posición levantó el velo de la voz angelical para revelar el horror de la castración real. A medida que el foco que enmarcaba al castrato pivotaba, su sublimación artística ‘pura’ y sacrificial se transformaba en un cebo perverso, brillando en la voz del Otro, la sirena monstruosa que amenazaba con capturar el goce del oyente.

La ley de la jouis-sense

La urgente preocupación de la Revolución Francesa por legislar la voz del castrato materializa en su sombra la voz de la Ley. El riesgo de que la voz del castrato haga sonar la “campana del goce” del propio oyente apunta a “una carga de goce que no puede integrarse en la cadena significante”. [5]

Para preservar la ley, el goce ajeno (jouis-sans-sense que amenaza el funcionamiento ‘frío’ del significante) debe ser necesariamente expulsado. Sin embargo, toda declaración de derecho presupone una voz, la voz que traiciona precisamente el goce del legislador, una père-version que asegura el logos a su ancla fálica. Es la voz la que “completa la relación del sujeto con el significante en lo que podría llamarse, en una primera aproximación, su pasaje al acto”. [6]

Es el catch-22, la cinta de Möbius del jouis-sense. La voz primordial que inauguró el surgimiento de lo simbólico es asesinada a manos de la ley y vuelve al sujeto como objeto a, un detritus adamantino de plus-de-jouir.

Y así la voz transustancia de existir a insistir a perpetuidad, engendra sacrificio y sobrevive a todo sacrificio, siendo “no sólo el objeto causal, sino el instrumento donde se manifiesta el deseo del Otro”. [7] Ese objeto, S(Ⱥ), encuentra su materialización como el instrumento de la voz de Dios en el shofar.

Y cuando la voz de shofar sonó largamente, y crecía más y más fuerte, Moisés habló, y Dios le respondió con una voz…”

Un cuerno musical antiguo, cuyo sonido se limita a los servicios de la sinagoga relacionados con las Altas Fiestas, el shofar se puede escuchar en Rosh Hashaná (Año Nuevo judío) y todos los días de la semana en el período anterior, así como al final de Yom Kippur (Día de la Expiación).

En su ensayo dedicado al shofar, Theodore Reik utiliza el marco de Tótem y Tabú de Freud para ubicar el origen del shofar y teorizar el nacimiento de la música en general. Lo fascinante de este instrumento musical primitivo es precisamente lo limitados que son su timbre y gama: produce esencialmente solo dos tonos simples pero poderosos, que bordean el reino del ruido, limitaciones por las cuales sería más apto como instrumento de señalización que instrumento musical. Sin embargo (o muy posiblemente, debido a esto) los oyentes se conmueven, incluso aquellos que no están conectados con el judaísmo y desconocen el significado religioso de los sonidos. [8]

El Talmud vincula el sonido del shofar con el casi-sacrificio de Isaac por parte de Abraham. In extremis, un ángel ordena a Abraham que sacrifique un carnero cercano en lugar de Isaac. Como el shofar se hace tradicionalmente desde un cuerno de carnero, su sonido representa el último grito del animal sacrificado: representa la alianza entre Abraham y Dios, un testimonio de la obediencia del primero y de la misericordia del Segundo.

Pero la misericordia encierra en su seno un indestructible núcleo sadomasoquista, desde que habla el mismo Dios. De hecho, aunque es la voz de Dios misma la que instruye a Abraham a sacrificar a Isaac, es simplemente la voz de un ángel que pide a Abraham que pare el sacrificio (un detalle fundamental que Reik no diferencia). Por lo tanto, tenemos dos voces, una división entre la petición violenta de Dios por un lado, pronunciada en Su propia voz, y la oferta de misericordia, pronunciada por un mensajero de Dios. La ausencia de Dios en el escenario del sacrificio preserva eficazmente la monstruosidad de Su voz, alejándola de la misericordia, incólume.

Esto está bastante más en línea con el uso principal del shofar en tiempos bíblicos como señal de grave peligro o guerra: su sonido sorprende a los oyentes ante la presencia del poder de Dios, advierte de la magnitud destructiva de su castigo. En la Sinagoga, su sonido es un recordatorio para arrepentirse de los pecados en preparación para el Día de la Expiación (un precursor paralelo a las Siete Trompetas del Nuevo Testamento que anuncian el Apocalipsis y el Día del Juicio).

Lo que Reik deduce de su investigación bíblica y antropológica es que el shofar es la voz de Dios, encarnada en el rugido final de su animal totémico sacrificado. Si el shofar afecta y aterroriza a los oyentes, es porque está recreando el parricidio del Padre primordial:

El súbito resonar del shofar que recuerda el bramido de un toro en la matanza, y que es la voz del totémico padre-sustituto, recuerda inconscientemente a todo oyente aquel antiguo ultraje y despierta su oculta conciencia culpable, que, como consecuencia de los deseos hostiles reprimidos del niño hacia el padre, se adormece en cada individuo y lo amonesta a arrepentirse y mejorar.

El toque del shofar se convierte así en un recordatorio de la resolución de nunca más llevar a cabo ese viejo ultraje y de renunciar a la gratificación de los deseos inconscientes que suplen la incitación.” [8]

Curiosamente, el poder de la música para suscitar la misericordia de un dios es también el evento central narrado en el mito griego de Orfeo, tal vez aludiendo a la música como el producto sublimatorio de la voz original de la demanda (“la primera presentificación de una dimensión del Otro, dotada de fantasías retroactivas de fusión primaria previa a la introducción de un significante y de una falta”). [1]

En esta perspectiva, la música es un sustituto velado de la siempre-ya-perdida Das Ding, cuyo silencio ensordecedor resuena antes y más allá del logos, “la voz que era tanto el nido como la jaula”. [1] Quizá se podría pensar en la música como esa voz materno-infantil previamente no estructurada, domesticada por la inoculación de una metáfora paterna, que estructura la voz primigenia a través de un orden gramatical (no-todo lingüístico), domando lo real del goce a través de lo simbólico.

Domando a Dios en la trampa del deseo

En su Seminario X “La Angustia”, Lacan retoma el ensayo de Reik, destacando que:

el sacrificio no está destinado en absoluto a ser una ofrenda o un regalo, ambos pertenecientes a una dimensión muy diferente, sino a capturar al Otro como tal en la red del deseo.

[…] Es una experiencia común que no vivimos nuestra vida, seamos quienes seamos, sin ofrecer incesantemente a alguna divinidad desconocida el sacrificio de alguna pequeña mutilación que nos imponemos, válidamente o no, en el campo de nuestros deseos.” [9]

El Otro se constituye de manera imaginaria al asumir que está habitado por un deseo afín al nuestro, un deseo que puede ser atrapado por un cebo sacrificial:

Toda la cuestión era saber si estos dioses deseaban algo. El sacrificio consistía en comportarse como si quisieran como nosotros: por lo tanto, O tiene la misma estructura. Eso no significa que vayan a comer lo que se les sacrifique, ni siquiera que les pueda servir; pero lo importante es que lo deseen y, diría, además, que esto no les provoque angustia.” [9]

Lacan pasa luego a discutir la mancha que materializa el objeto a como mirada: una falta de falta que sólo puede precipitar la angustia en un dios que está sujeto al deseo:

Las víctimas siempre tenían que estar sin mancha. Ahora acordaos de lo que os dije de la mancha a nivel del campo especular: con la mancha aparece, se prepara la posibilidad del resurgimiento, en el campo del deseo, de lo que se esconde detrás, a saber, en este caso este ojo cuya relación con este campo debe necesariamente ser elidida para que el deseo pueda permanecer allí con esta posibilidad ubicua, incluso vagabunda, que en todo caso le permite escapar de la angustia. Domar al dios en la trampa del deseo es esencial, y no despertar la angustia.” [9]

En el Antiguo Testamento, los animales castrados no se consideraban aptos para el sacrificio (Lev 22,24) y los miembros castrados de la casta sacerdotal tenían prohibido entrar en ciertas partes del templo, acercarse al altar o hacer sacrificios. (Levítico 21:16–24). La mancha de la castración se considera tanto del lado del animal sacrificado, como también del lado del sacerdote castrado, que está limitado, en efecto, a acercarse ‘demasiado’ a Dios (para no arriesgar la angustia del Otro/Dios, suponemos).

Feldman destaca el mecanismo del sacrificio en el fenómeno de los castrati y lo relaciona precisamente con una especie de “sacerdocio musical”:

Ofrecer al propio hijo para la castración era hacer una ofrenda a Dios y, por lo tanto, una consagración a la iglesia, que también mediaba en las relaciones familiares. Legalmente, la iglesia condenó la práctica como contraria al orden de la naturaleza y contraria a la obligación de ser fructíferos y multiplicarse. […]

En cierto sentido, la castración por el canto, como ofrenda sacrificial a la iglesia, era muy parecida a unirse al sacerdocio. […] El hecho que prácticamente todos los castrati cantaban principalmente o (más a menudo) exclusivamente para la iglesia caracteriza el tema de la castración como sacrificio en el sentido propiamente católico”. [2]

El castrato era el más precioso de los animales sacrificiales, un ‘chant-être’ cuya mancha era precisamente el mismo sacrificio que ya lo había consagrado a Dios. Y, sin embargo, se permitió que su voz se acercara tanto a Dios como la de cualquiera (ciertamente más cerca a Dios que la voz de cualquier mujer).

El Ser Supremo, no-todo

El Ser Supremo […] se sitúa en el lugar opaco del goce del Otro, ese Otro que, si existiera, la mujer podría ser”. [10]

A pesar de la falta anatómica (o más bien, a causa de ella), las voces de los castrati -supuestamente más fuertes en volumen y más intensas en timbre que las de hombres y mujeres no castrados- parecían funcionar efectivamente como una metáfora sonora de envidiable potencia sexual. Esto hace eco del propio relato de Reik sobre la voz como sustituto del poder sexual (sobre la pista despejada por Darwin y Freud):

No hay duda de que la voz es a veces interpretada por el inconsciente como una especie de sustituto del poder sexual. (Comparen el entusiasmo femenino habitual por los tenores, etc.) Por lo tanto, no sorprende que el shofar no pierda por completo este antiguo significado”. [8]

Llevando esta premisa a sus últimas conclusiones, Reik incluso presagia a Lacan en la descripción de la voz del Otro como un objeto sadomasoquista:

La fuerza es el elemento común en la representación del poder sexual y de la voz de Dios. Está claro a partir de los análisis de pacientes obsesivos en quienes hablar en voz alta parece causar dolor físico, y quienes solo pueden hablar en voz baja o en un susurro, que hablar en voz alta y desinhibida es inconscientemente equivalente en ellos a una actividad sexual desenfrenada”. [8]

A lo largo de la historia, los moralistas han problematizado la tendencia a la anarquía de la voz cantante: con demasiada facilidad puede despegarse del texto y convertirse en un fetiche, un placer en sí mismo que subvierte el terreno más firme del logos fálico, al que debería permanecer subordinada. Si el texto es el dominio del Nombre-del-Padre, entonces la música, nos dice Wagner, es una mujer. San Agustín ejemplifica esta oscilación entre masculino y femenino, entre lo apolíneo y lo dionisiaco, al describir su propia división frente a la música vocal religiosa:

Cuando […] me conmuevo, no con el canto, sino con las cosas cantadas […] reconozco la gran utilidad de esta institución. Así fluctúo entre el peligro del placer y la integridad aprobada. […] Cuando me sucede ser más conmovido con la voz que con las palabras cantadas, confieso haber pecado penalmente, y entonces preferiría no escuchar música.” [11]

La voz musical como “intrusión de la alteridad” femenina, como jouis-sans-sense, significa que la relación entre texto y voz está destinada a no encontrar una estable solución armónica. [1]

Una voz, para ser mirada

Aunque Feldman es irónica hacía el empleo del concepto de sublimación para delinear la figura del castrato, resume con precisión la perspectiva psicoanalítica tradicional: “el sexo en el castrato se ausenta del cuerpo ahuecado y se asienta en la voz, causando éxtasis erótico en los oyentes, para quienes esta se vuelve el objeto de un deseo inmoderado.” [2]

El objeto a se organiza en canto, una sublimación que vela el núcleo angustioso de la voz. Como aclara Miller, “hablamos, charlamos, cantamos para callar lo que merece llamarse la voz como objeto a”. [5] Cuando una voz se vuelve música, se convierte en el modo acústico de decorar el vacío de Das Ding, velando su perímetro, según la fórmula de Lacan: “Todo arte se caracteriza por un cierto modo de organización en torno a este vacío”. [12] La música “evoca la voz y la oculta, la fetichiza, pero también abre la brecha que no se puede llenar”. [1]

Al mismo tiempo, lo real de la castración (para Freud, la “mancha” angustiosa central y innegociable) está a la vista; es más, está al frente y en el centro del escenario, sacrificado precisamente a la mirada. Aquí aparece el cortocircuito del castrato: para servir a Dios a través de la música, la víctima del sacrificio es castrada, marcándola paradójicamente a perpetuidad como no apta para el sacrificio. Es como si el deseo del Otro y la angustia encontraran sus respectivos lugares en ‘lados opuestos’ de una cinta de Möbius, una imposibilidad topológica que revela que estos conceptos aparentemente discretos están de hecho en continuidad entre sí.

Entonces “¿Es el goce que la Ley persigue como su alteridad radical [algo] distinto del aspecto del goce propio de la Ley misma? ¿Es la voz del Padre una especie completamente diferente de la voz femenina? ¿Difiere la voz del perseguidor de la voz del perseguido?” [1]

¿Podría el (en)canto del castrato haber emanado de su encarnación S(Ⱥ)? En su voz reverberante, un espectador podría contemplar el punto extremo de alteridad en el Otro. Un cuerpo masculino-femenino que realizaba de dos voces un objeto “que tacha y barra al Otro en una extimité indeleble”. [1]

Que el castrato había sellado con su propia sangre un ‘pacto fáustico’ con nada menos que Dios solo podía enredar a los dos, irremediablemente. Reconvirtiendo las palabras de Lacan:

¿Y por qué no interpretar un rostro del Otro, el rostro de Dios, como sostenido por el goce femenino? […] Y como también se inscribe allí la función del padre por referirse a ella la castración, se ve que con eso no se hacen dos Dioses, aunque tampoco uno solo.” [13]



Bibliografía

[1] M. Dolar, «The Object Voice,» in Gaze and voice as love objects, Durham, NC, Duke University Press, 1996, pp. 7-31.

[2] M. Feldman, The Castrato: reflections on natures and kinds, Oakland: University of California Press, 2015.

[3] C. Burney, The Present State of Music in France and Italy, London: T. Becket & Co. Strand, 1773.

[4] J. Lacan, … ou pire, Paris : Seuil, 2011.

[5] J.-A. Miller, «Jacques Lacan et la voix,» in La voix: Actes du colloque d’Ivry, Paris, 1989.

[6] J. Lacan, Ecrits, A Selection, London: Tavistock / Routledge, 1989.

[7] J. Lacan, The Object of Psychoanalysis, London: Karnac, 2002.

[8] T. Reik, The Shofar (The Ram’s Horn) in ‘Ritual: Psychoanalytic Studies’, New York: Norton, 1931.

[9] J. Lacan, L’angoisse, Paris: Seuil, 2004.

[10] J. Lacan, Feminine Sexuality, London: Macmillan, 1982.

[11] Augustine, The confessions, London: J.M. Dent, 1924.

[12] J. Lacan, L’Ethique de la psychanalyse, Paris: Seuil, 1986.

[13] J. Lacan, Encore, Paris: Seuil, 1975.

[14] J. Lacan, The Four Fundamental Concepts of Psychoanalysis, Harmondsworth: Penguin, 1979.