Por Silvina Gamsie.
Me gustaría abordar en este trabajo cuestiones preliminares a todo tratamiento, que se nos presentan toda vez que los padres nos consultan por un niño. Coordenadas que orientan nuestra práctica ante cada nueva consulta.
¿Qué es dable admitir? ¿Qué de la demanda de los padres puede tomar la forma de lo inadmisible? ¿Qué es lo que guía la dirección de nuestras intervenciones? ¿Qué nos proponemos como finalidad de nuestro accionar? Todas estas consideraciones delimitan nuestra ubicación, no sólo en tanto analistas de niños, sino en relación a la infancia en general.
Lo que primero debemos delinear atañe a nuestra posición, no sólo respecto de la demanda de análisis para un niño, en sentido amplio, sino también respecto de la demanda estricta de un diagnóstico. Se tratará, además, de definir la contribución del dispositivo analítico ofertado a los niños, que es la de facilitar en éstos el armado de la “otra escena”; delinear no sólo las operaciones que un análisis en la infancia permite efectuar, sino la finalidad de esos mismos análisis. Finalidad que podemos asociar a la idea de interrupción de los mismos, en un tiempo que, a lo largo de mis años de práctica con los niños, tiene cada vez más como horizonte la afirmación que hiciera Lacan en 1975, en ocasión de su visita a la Universidad de Yale. Decía Lacan: «…Los neuróticos viven una vida difícil… y nosotros tratamos de aliviar su malestar. Un análisis no debe ser llevado demasiado lejos. Cuando el analizante piensa que está feliz de vivir, ya es suficiente».[1]
Esa afirmación mantiene su vigencia respecto de lo que nos proponemos en esos análisis: que los niños puedan cursar una infancia que haga lo más posible honor a su nombre. Por lo menos desde la perspectiva adulta, aun cuando sabemos por supuesto, que no todo tiempo fue tan glamoroso como se lo pretende evocar. Pero sí que, por lo menos, ese tiempo de la infancia les sea menos penoso de transitar. Que puedan ejercer el gusto por la vida. Los mismos niños nos lo recuerdan al venir, en la mayoría de los casos, tan dispuestos a la consulta, y al consentir al dispositivo a ponerse en juego. Movimiento de puesta en juego necesario para que le sea posible al niño acceder al campo del deseo.
Volviendo a la demanda inicial por parte de los padres, una de las cuestiones que se nos plantean en primer lugar es la de realizar o no un trabajo con los mismos, cuestión absolutamente inherente a la práctica con niños, ya que –aunque sea una verdad de Perogrullo– estos no vienen solos, ni llegan con una pregunta dirigida al analista. Dependiendo de cada caso en particular, considero que el trabajo con los padres es ineludible, puesto que admitir al niño en análisis no significa admitir sin más la demanda de sus padres en los términos en los que está formulada. No significa admitir estrictamente aquello que vehiculiza su demanda y es causa de su malestar, sino que con la libertad que nos confiere el hecho de que, al no tratarse del análisis de los padres, operamos –análisis del niño mediante– sobre esa demanda inicial, contribuyendo a que aquéllos puedan reposicionarse respecto de lo que esperan o desean de ese hijo.
De lo que se tratará en nuestros encuentros con los niños, será de forjar las condiciones que abran la posibilidad a su propia demanda, que a veces puede subjetivarse y a veces no. Quiero decir que, aun cuando, por estructura, el niño no puede dar cuenta de su padecimiento respecto del efecto que sus actos o decires producen en el otro, y aun cuando la demanda más clara de los niños es la de que se les permita seguir jugando… seguir siendo niños, muchas veces algunos pequeños suelen dirigirnos un pedido a cuenta propia respecto de su aflicción. Se trata, en general, de niños habilitados a tomar la palabra, o de muchos de aquellos que se aproximan a la pubertad.
Pero esto no es siempre así, ni es nuestra pretensión que puedan efectivamente subjetivar la demanda, lo que establece por cierto alguna diferencia con los análisis en la adolescencia, cuestión que no abordaré en esta ocasión.
Se tratará, a su vez, de que el niño pueda descontarse de la posición fantasmática –que revelan los decires de los padres– en la que aparece tomado. A lo que suelo aludir con la formulación de que lo sintomático del niño es aquello que se expresa como revistiendo cierta modalidad de goce que –de su lado– responde, cual oficio mudo, a una cierta modalidad de goce ubicable en el campo parental. Ese es el modo en que se efectúa en el análisis la operación de separación, tanto del lado del niño como del lado de los padres.[2]
Estos efectos de separación, de descuento, no sólo operan a nivel de la demanda propia de los padres, sino también en relación a la demanda específica de diagnóstico. Demanda de un psicodiagnóstico que éstos nos dirigen, ya sea por motu propio, ya sea que vehiculicen la presión de una expectativa social encarnada en la escuela, y que, en algunos casos, puede estar acompañada de un pedido de medicalización. Habrá entonces que mantener una distancia respecto de la nomenclatura psicopatológica que la noción de diagnóstico encierra en general; distancia que permitirá que el diagnóstico requerido sea mantenido en latencia, que no se cristalice ni aún en los casos más graves. Si uno no mantiene esa distancia con el diagnóstico, si éste se convierte en una categoría fija, se obtura la posibilidad del niño, sujeto en formación, de advenir en tanto tal.[3]
Es preciso mantener el diagnóstico en estado de latencia, de cierta virtualidad, en la apuesta a que permanezca inacabado como la infancia misma, distinto de la tendencia desubjetivante del DSM con su propuesta clasificatoria. Ya que, más allá de la nomenclatura psicopatológica y la consideración de la estructura, neurosis, psicosis, debilidad, la cuestión es qué hacer y cómo podrá arreglárselas cada cual con las cartas que le tocaron en suerte.[4]
Se tratará entonces, primero, de la desobjetivación de la demanda, es decir, de separar al niño de la demanda de los padres: el niño es otro del que se habla. Segundo, de la desobjetivación del niño, sujeto en formación, de lo que serían las categorías psicopatológicas y psiquiátricas que nombran su supuesto padecimiento, ya que el niño mismo se instala en un espacio propio, la escena lúdica, como una otra escena, abriéndose a la posibilidad de ponerse en juego y de tomar distancia de aquellos puntos de fijeza a los que es convocado.
Y, en tercer lugar, se trata para el psicoanalista de contribuir en el armado de la escena al ubicar una suerte de pantalla entre el sujeto y el Otro, promoviendo la creación de la escena lúdica como una Otra escena que permita descristalizar la posición del niño en relación al Otro parental, sus demandas, sus expectativas, sus delimitaciones. Ese será el efecto mayor de nuestras intervenciones: la separación, el armado de una otra escena dentro de la escena infantil. Enmarcada nuestra práctica, claro está, en la ética del sujeto –ese niño que nos llega en consulta–, como algo inacabado, como una potencialidad abierta a cierta indeterminación, la de que algo sorprendente advenga. Apostando a que más allá y, a pesar de sus coordenadas, el niño no pierda las ganas de expresar eso inesperado que no es otra cosa que la apuesta del sujeto, la que, parafraseando a Lacan, se juega en el juego que lo juega.
En lo que hace a la ubicación del analista con los niños, y a la particularidad de esta práctica: la de alguien que pide por y para alguien, esto nos permitirá situar la modalidad de la transferencia. De un lado, los padres y su demanda al analista por un padecimiento del niño que deviene síntoma para ellos, y del otro, los niños y su disposición a ponerse en juego.
Y ese “limitarse” –entre comillas– a jugar, ¿no será lo que claramente delimita la demanda de los niños como diferente de aquélla de los padres? Para propiciar esa distancia se tratará de descubrir cuál es la regla que rige el juego del niño, que difiere en general de las reglas de los juegos convencionales. Y esa es la gracia: pescar en el juego justamente aquello que escapa a la convención, lo que ubica un sujeto, aunque el niño de esto no pueda dar cuenta.
Se trata, por otra parte, de un juego del que de antemano, paradójicamente, no se sabe nada… nada más que lo que nos anticiparon los padres en las entrevistas previas. Saber del que nos debemos valer pero que, a su vez, habrá que poner en suspenso. La cuestión será operar de modo que eso que se sabe del discurso parental, de los padres y su historia, y por ende del niño, ese discurrir que precede al niño en la consulta, opere como guía y no cual determinismo, como única versión de lo que aparece denotado como su síntoma, que es malestar en los padres y motiva la consulta.
No se tratará de que el niño responda por su juego, sino de introducir vía el personaje que faltaba, que encarnará el analista en su posición del “buen entendedor…”, las consecuencias de ciertas acciones de ese personaje. Lo que organiza la escena sin saberlo ni el juego ni el jugador, y que lo hace persistir en ciertas posiciones, algo así como reintroducir en el análisis el famoso “detalle que faltaba…” que condensa el goce, lo pulsional y organiza la escena. Posición que la mayoría de las veces da cuenta del punto de no renunciamiento por parte del niño, de no cesión de goce, que se engancha con una cierta modalidad de goce de uno o ambos padres, y que se expresa en lo que aparece denotado como el síntoma, cual respuesta a los mudos requerimientos parentales
Y el analista no será un espectador exterior a la escena, ya que su no inclusión conduce al quiebre de la ficción. Es aquél que es llamado a, y al que se le supone sostener y prestarse al juego del niño. Es esa lectura la que conduce la cura y lo ubica en la posición del “personaje que faltaba”. Al ser el otro, el analista, el que lo encarne, esas intervenciones le permiten al niño descontarse, en la misma escena del juego, de ese personaje que lo toma y que no podía dejar de representar para uno u ambos padres.
En relación al armado de la escena, es indudable la incidencia estructurante que la dimensión de la fantasía y de la escena, asociadas a la noción de infancia, tienen sobre su transcurso efectivo, en momentos en que el impacto de la época parece hacer trastabillar los soportes de esa fantasía y de esa escena infantil.
A eso contribuye el armado de la escena dentro de la escena que, en la clínica con niños, alude al armado de la escena lúdica dentro de la escena, más general y necesariamente supuesta, que es la escena infantil.
Esta apuesta designa indudablemente una posición, y un marcado optimismo resultante de una cierta manera de pensar el psicoanálisis con niños: la sostenida en la creencia –en primer lugar y aunque parezca asombroso– de que hay infancia, y, además, de que hay una especificidad de la clínica psicoanalítica con niños; particularmente en épocas en que esas nociones parecen vacilar también en el campo mismo del psicoanálisis. Aunque suene reiterativo, esa posición delineará obviamente una ubicación particular para el analista respecto de esos niños que nos vienen en consulta.
Pues si bien la duplicación de la escena toca lo real, la condición es que en la medida en que esta escena se desarrolla –y ésa es nuestra apuesta–, se pueda sostener, aun y a sabiendas de que hay un real que presenta la verdad del sujeto, del autor del juego, del regisseur, es decir, del niño que ahí se juega. La condición sine qua non será que nos corresponde a nosotros, analistas, garantizar que esa escena no se interrumpa. Es necesario resguardar la escena, ya que eso contribuirá a que se siga jugando, a sabiendas de que las diferentes posiciones en que se ubique un niño en la escena lúdica ¡siempre! aluden a un real a ubicar en el campo de la escena parental. Por supuesto que esta lectura y sus efectos sólo podrán medirse après-coup. Lo cual nos ubica de plano en la dimensión de la ética del psicoanálisis.
Diremos que será en ésa su puesta en juego -y en la medida en que ese juego se realiza precisamente en un tiempo presente, el tiempo de la sesión con el analista incluido, y mediante esa Otra escena que el niño se permite armar- el modo en que se expresará el despliegue del deseo. Despliegue que se realiza a sus expensas, al no poder subjetivar lo que está implícito en su juego, ni menos aún su posición respecto de los requerimientos parentales. Modo de manejar el niño, ilusoriamente, lo inmanejable del deseo de sus padres. Y será en esa otra escena ahí, en análisis, que se permitirá desarrollar su anhelo de autonomía respecto del Otro. Pues ¿qué otra cosa sino es el deseo de ser grande?
Y será a consecuencia de esos despliegues en la escena del juego en análisis, que el niño saldrá munido de ciertos atributos, de ciertas insignias, para poder arreglárselas en el otro escenario que es el de la vida de las “representaciones de la vigilia”, parafraseando al Freud de La interpretación de los Sueños: la del encuentro con sus adultos y sus pares.
Bibliografía y notas:
[1] Jacques Lacan. Conférences et entretiens dans des universités nord-américaines. Yale University, Kanzer Seminar, 24 noviembre 1975. Scilicet 6/7, Paris, 1976.
[2] Silvina Gamsie. “Tiempo de descuento”. Psicoanálisis y el Hospital N° 3: La duración en el tratamiento. Ediciones del Seminario, Buenos Aires, junio de 1993, pp. 7-9.
[3] Silvina Gamsie, “¿Qué le pasa a mi hijo? – El diagnóstico en la clínica con niños”. Psicoanálisis y el Hospital N° 15: El diagnóstico en la práctica analítica. Ediciones del Seminario, Buenos Aires, junio de 1999, pp. 66-69.
[4] Silvina Gamsie. “El DSM y la responsabilidad parental”. Psicoanálisis y el Hospital N° 34: El psicoanálisis ante el DSM. Buenos Aires, Ed. del Seminario, 2008, pp.109-114.