Más acá del bien y del mal

Por Agueda Pereyra.

 

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¿No estamos en realidad enfermos de sexo, de diferencia, de emancipación, de cultura?

Baudrillard.

“No por nada ‘testimonio’ en latín se denomina testis, siempre se testimonia sobre los propios cojones”.

Lacan.

 

i.

En una conferencia brindada en el Instituto de Humanidades de la Universidad de Nueva York, Audre Lorde afirmaba que “todos los opresores se han valido siempre de esta arma básica: mantener ocupados a los oprimidos con las preocupaciones del amo”. Su intervención se constituía, en aquella ocasión, en un llamado a alojar las diferencias entre mujeres más allá del “patético simulacro” de la mera tolerancia, apelando a la chispa de creatividad que reside en esas disidencias, en esos antagonismos, en lo heterogéneo que habita, necesariamente, dentro de todo movimiento político. La escritora y militante feminista invitaba a poner a jugar las diferencias en una dialéctica que no conduzca a la segregación de lo Otro, sino que dé lugar a todo su potencial para el cambio: en términos de Jorge Alemán, podríamos pensar en un Común que no forcluya lo radicalmente singular. Lorde se apoyará en la experiencia de todo un grupo de mujeres, atravesadas por la raza y la clase social, para interpelar a cierto sector del feminismo blanco: situándose dentro del movimiento feminista, exigiendo un lugar para las mujeres negras, pobres, lesbianas, planteará cuestiones que aparecían, en aquella época, como negadas, impensadas dentro del feminismo hegemónico, proponiendo formas de oponerse a un sistema opresivo que no se correspondan con las herramientas del amo.

Ahora bien, ¿qué sucede cuando, dentro del feminismo, surgen voces que se aventuran al riesgo de un pensar que desestabiliza las categorías y los eslóganes con los que el propio movimiento se sostiene? Ahí donde surge la diferencia, habrá resistencia. Pero también se engendra entonces, tal como lo plantea Lorde, toda la potencia creativa. Más acá del bien y del mal, de Laura Klein, se inscribe en este registro del pensamiento y de la praxis: un decir que denuncia la respuesta especular del feminismo frente a los discursos dominantes (respuesta que nunca desmontará la casa del amo), al tiempo que ilumina nuevas formas de pensar problemáticas tales como la maternidad, la violación, el aborto, la mercantilización del cuerpo de la mujer.

El libro comienza con un testimonio. El encuentro con el movimiento feminista cobra el valor de una interpelación que abre una catarata de interrogantes e inaugura un modo de pensar que se pone en acto a partir de la escritura: “Una ya no escribe lo que quiere decir, sino que escribe para pensar algo imposible de acceder de otra manera”. El valor de los ensayos que componen Más acá del bien y del mal reside en el hecho de encontrarse atravesados por el riesgo de pensar aquello que se daba por sentado, habitando incluso las propias contradicciones: suspender las consignas que no obstante se defienden. Ahí la conmoción, ahí la experiencia fecunda, ahí la encrucijada ética. Klein comenzará a dudar de los argumentos masticados para entregarse a un ejercicio de interpretación donde lectura crítica, escritura y pensamiento se anudan en cada intervención para sacudir las certezas y los sentidos coagulados. Como advierte la psicoanalista Alexandra Kohan, “en una época en la que se tiende a reasegurar todo y en la que se repele de cuajo cualquier vacilación, cualquier angustia, pensar, tomar la palabra y asumir las consecuencias de los efectos de esa palabra, constituye una ética que se opone a los moralismos adormecedores”.

El primer texto que nos entrega este libro —“Las madres de plaza de mayo o cómo quitarle la careta a la hipocresía burguesa”— tiene una historia que ilustra muy bien la conflictividad que el movimiento feminista aloja, al tiempo que alumbra la potencia creativa que se desprende del conflicto. Klein relata:

“algunas intentaron disuadirme: las Madres eran ‘piolas’ políticamente, pero, desde el punto de vista feminista, son ‘reaccionarias’ ya que defienden la maternidad y el rol de las madres, decían (…) Sin ser las Madres de Plaza de Mayo feministas, en la práctica ponían en acción un poder femenino de transformación de la política (…) los militantes de izquierda decían que ‘tuvieron bolas’, les resultaba incompatible que pudieran enfrentar a los milicos de turno sin ese atributo. El poder de otro poder les resultaba no sólo inconcebible, sino una ofensa a su virilidad”.

Será ese otro poder el que encontraremos subrayado a lo largo de las siguientes intervenciones de Klein: el poder de decir, el poder de generar vida, el poder de matar. A medida que avanza la lectura se intuye el modo en que se afirma lo singular, que no se confunde con el individualismo que el neoliberalismo impone, sino que es el punto de partida para un “nosotros” -en este caso, un “nosotras”- que no funcione como clausura identitaria, sino que permita nuevas prácticas emancipatorias, por fuera de los efectos narcóticos de la masa, sosteniendo la tensión y la heterogeneidad de lo colectivo.

 

ii

Bataille, en El erotismo, recuerda que sólo el ser hablante ha hecho de su actividad sexual una actividad erótica: algo en la sexualidad humana, un desarreglo primero, aleja la actividad sexual del fin “natural” de la reproducción. El hombre es un animal erótico, y no hay nada transparente ni armónico en esta afirmación. Hay una ligazón entre sexualidad y muerte que para Bataille se afirma como una paradoja: sí, el erotismo es exuberancia de la vida, no obstante, la muerte se presenta en la experiencia erótica como un abismo, como vértigo, incluso como fascinación. Erotismo, deseo y muerte se enlazan a partir de cierta idea de disolución de las formas ordinarias, regulares de la vida individual. Bataille, estrictamente freudiano, encuentra en el deseo erótico lo siniestro, la perturbación, un desorden tan violento que se aleja de la promesa de felicidad para acercarse más bien al padecer, y no obstante hay allí -más allá del principio del placer, digamos- un desafío a la muerte, un “embriagarse de continuidad”.

El erotismo se liga a la transgresión y a lo innombrable, a aquello que no se puede representar: sexualidad y muerte, formas de la castración, se muestran equivalentes en el punto en el que convocan a una apertura hacia lo incognoscible. A contramano de los discursos que promueven el campo de la sexualidad y el deseo como un territorio aséptico (y un correlativo sujeto voluntario y transparente a sí mismo), Lacan retomará el lazo fundamental que une, en la experiencia del ser hablante, al sexo con la muerte; al tiempo que nos recuerda que el deseo no es “pura y simple emanación vital”: el deseo se aleja cada vez más de lo que sería una relación armónica, presentándose en la experiencia “como un elemento problemático, disperso, polimorfo, contradictorio, y, en última instancia, muy alejado de toda coaptación orientada”. El deseo puede incluso presentarse en su cara más mortífera, la experiencia clínica lo demuestra.

En esta línea parece afirmarse Klein cuando, a propósito de la violación, afirma que “deseo y dominación, sexo y muerte, erotismo y delito, se interpenetran de tal modo que es imposible pensar el uno sin el otro, so pena de perderse en un orden tranquilizador pero ficticio donde todo está claro —la sexualidad, placer y armonía; la violencia, una cuestión de poder”. La autora cuestionará la estrategia (contestataria, especular) del discurso feminista que consiste en negarle a la violación todo carácter sexual. De este modo, desafía al pensamiento preguntándose si ésta es la única manera de pensar la violación para que efectivamente se constituya como lo que es, a saber, un crimen. Así, Klein se desplazará por los significados que comportan lo sexual, lo violento, para interrogar los discursos que presentan a la sexualidad definida como el campo de la igualdad, la reciprocidad, la plena adecuación, velando todo aquello que tiene de extraño, de opaco, de irreductible a lo político, a problemas de opresión: “lo ambivalente, lo obsceno, el dominio, quedan por fuera: no hay que contaminar el sexo con la violencia, lo que impide subvertir esta relación”. Esa es su apuesta: subvertir los sentidos que unen relación y violación sexual.

Marta Lamas afirma que la obsesión por el consentimiento y por las reglas sexuales expresa una fe utópica en la posibilidad de crear un mundo sexualmente seguro, sin comprender que la sexualidad es todo menos segura. Cuando todo lo que no forma parte de un contrato previo, cuando todo lo que, en el encuentro con el otro, aparece como incómodo para el yo, es susceptible de ser denunciado, se oculta o se olvida que la sexualidad humana se constituye como un campo en donde el hombre, afirmará Lacan, no está para nada cómodo. Entiéndase: cuando se ubica la compleja relación entre sexualidad humana, opacidad, transgresión, no se busca relativizar las violencias que efectivamente constituyen delitos a ser juzgados. Para no caer en una banalización del mal, parafraseando a Arendt, debemos ubicar la especificidad de estos crímenes, para iluminar de este modo la ruptura, la discontinuidad con otras formas, más o menos cómodas, más o menos displacenteras, más o menos oscuras, del erotismo.

En el caso de la violación, Klein situará unas coordenadas bien específicas: allí, afirma la autora, “la relación fecunda entre sexualidad y muerte, donde el conocimiento de que somos mortales es trasfondo y desesperación del erotismo, se deshace”. La violación supone la alternativa sexo o muerte, supone entonces una decisión ineludible: no se puede no optar. “La conciencia de finitud y el cuchillo en la garganta no son escenas análogas, hay una disyunción exclusiva”, dispara la autora para ubicar en la víctima no ya un cuerpo inerme sino un sujeto que aceptó pagar el precio de la violación a cambio de su vida. Así, se redefine de un modo potente y radical la noción de víctima, esa categoría que suele establecerse “según las necesidades políticas requeridas por una cierta crítica del patriarcado”.

Si el discurso dominante criminaliza a la mujer, adjudicándole el consentimiento/deseo de ser violada, anulando así la violación misma, la respuesta especular que suprime el carácter sexual de la violación la ubica como pasiva frente a la pura violencia, anulando su actividad. Alain Badiou afirmaba que “el estado de víctima, de bestia sufriente, de moribundo descarnado, asimila al hombre a su subestructura animal, a su pura y simple identidad de viviente (…) la humanidad es una especie animal. Es mortal y depredadora. Pero ni uno ni otro de estos roles pueden singularizarla en el mundo de lo viviente. En tanto que verdugo, el hombre es una abyección animal, pero es preciso tener el coraje de decir que, en tanto víctima, en general no tiene un valor mayor”. Klein restablece el rol activo de la mujer otorgándole el poder de decir, devolviéndole la posibilidad -la potencia- de la palabra: cuando las mujeres hablan, afirma la autora, dan cuenta de ese cálculo, de ese haber negociado lo menos malo, de ese aferrarse al apremio de la vida. Como afirma el psicoanalista Juan Bautista Ritvo, “una mujer calla, aunque a su manera grita y habla allí donde poco a poco comienza a ser escuchada”. Entonces, el poder de decir se entrama, necesariamente, con la existencia de una escucha que aloje la especificidad de su experiencia.

 

iii.

Jean-Luc Nancy sostendrá la premisa de que el sujeto siempre está supuesto. El filósofo contemporáneo abordará la multiplicidad de supuestos -y de sentidos- en torno a la noción de sujeto que se despliegan en el campo de la filosofía y el psicoanálisis, dando cuenta que allí donde los distintos autores han intentado atrapar lo “uno”, cierta unicidad, aparece lo confuso y lo múltiple. Este sujeto cuya unicidad se horada más allá de su voluntad, sujeto dividido y tironeado por múltiples instancias, es el sujeto que inaugura el descubrimiento freudiano. Con Lacan, afirmamos que lo que adviene a partir de La interpretación de los sueños es un Ich que no se confunde con la instancia del yo como unidad narcisista, sino que coincide con el sujeto que adviene a partir de un des-ocultamiento y que conmueve la ilusión de unidad: el sujeto en tanto escindido, que emerge de un modo evanescente en las formaciones del inconsciente.

Este sujeto, no tan autónomo, no tan libre, no tan transparente para sí, es el que le interesa a Klein. La autora percibe la hiancia que hay entre el discurso del yo y la experiencia inaprensible del sujeto. A partir de estas intuiciones abordará la cuestión del aborto.

El aborto es un verbo, hay ahí alguien que actúa, una mujer que lo hace movida por la violenta irrupción de un embarazo que no buscó, pero sobre todo que no quiere continuar y que la compele a tomar una decisión -también violenta-. Entonces, el aborto es una decisión, y Klein rechaza que para sostener la necesidad de legalizar la práctica del aborto se apele al lenguaje “neutro, asexual” del derecho; que se apele a un sujeto cuya elección es libre, autónoma, un sujeto propietario de su cuerpo. La autora ubica como agente de esa decisión una mujer atrapada en una encrucijada cuyas coordenadas le impiden retirarse: “más que elegir libremente, esta mujer decide voluntariamente bajo la coerción de su propio cuerpo que no quiso, no pudo o no supo controlar”.

Cualquiera que haya atravesado la experiencia del insomnio, por ejemplo, o la del orgasmo, cualquiera que hoy se encuentre en esta escena del mundo gobernada por un virus que nos confina al aislamiento entenderá a qué apunto cuando afirmo que el cuerpo no nos pertenece del todo: hay algo en esa sustancia que objeta cualquier ilusión de dominio cada vez que falla, cada vez que no responde como quisiéramos, cada vez que contraría nuestra intención, cada vez que hace síntoma. Klein inscribe a la maternidad en este registro: no es la sola decisión de ser madre aquello que permite a la mujer acceder a un embarazo: la maternidad continúa siendo una experiencia de cuerpo, contingente, excepcional, que no responde del todo al orden de lo voluntario. Y, siguiendo a Klein, cuando hablamos de aborto, hablamos también de maternidad. Si allí hay entonces algo del orden de lo azaroso que nos enfrenta con un registro del propio cuerpo que se manifiesta anárquico -pese a los avances de la ciencia que pretenden barrer con este registro y controlar todos los procesos de la vida humana-, ¿qué se decide allí cuando el embarazo irrumpe más allá, o más acá del propio control?

Klein retoma, nuevamente, la experiencia de la mujer que aborta, que en los debates en torno a la cuestión suele quedar alienada entre la ciencia y el discurso del derecho. La autora afirma que antes que individuos (categoría impersonal, anónima) somos hijos: venimos de otro. Venir de un cuerpo de mujer nos humaniza: ahí hay un deseo, y hay un poder. Las mujeres podemos quedar embarazadas, tenemos el poder de dar vida, y tenemos el poder -más acá del bien y del mal- de decir que no. La autora se afirma en una voluntad que no es libre: ninguna mujer “elige” abortar, hay una decisión que se toma cuando no se puede batir en retirada. “Signifique para ella una experiencia traumática o solamente desagradable, su decisión tiene un sesgo trágico”.

Lacan supo afirmar en su seminario dedicado a la ética que “la estructura trágica, es la del psicoanálisis”; allí la figura de Antígona servirá para ilustrar esa decisión que no se encuentra motivada por ningún Bien, decisión que se funda en una ley no escrita que Antígona se da a sí misma -eso los turba, dice Lacan-. En el extenso trabajo de lectura y argumentación que Klein despliega sobre la cuestión del aborto se percibe que, efectivamente, “abortar desafía al Destino, a Dios, a la Democracia y al Patriarcado”. La mujer que aborta desafía incluso al discurso de los Derechos Humanos, que demuestra su impotencia en tanto el aborto enfrenta sus dos términos más preciados; a saber: vida y libertad. Laura Klein se sumerge en la contradicción, en la paradoja, para dar cuenta de que “el cuerpo no cabe en el derecho, que hay poderes ilegítimos y derechos impotentes”.

En su libro La condición femenina, Marcelo Barros postula que el no-todo que caracteriza lo femenino objeta la posibilidad de construir un saber completo, objeta también a la política como pretensión totalizante: ese sin límites o más allá de los limites pone, no obstante, límite a la posibilidad de saber y de legislar para un universal. No se trata de idealizar el no-todo, sí más bien de ubicar las coordenadas singulares de una experiencia, en otras palabras, ser fiel a la práctica inaugurada por Freud. Para él, la mujer era un enigma, frente al que avanzaba no sin advertir sobre la imposibilidad, al tiempo que nos orientaba a nosotros, los analistas, en el lugar que nos conviene con respecto a un saber siempre incompleto. Porque el psicoanálisis se ubica en las antípodas del Saber. El pensamiento de Laura Klein comparte esta posición. Comporta una indagación, un retroceder hacia terrenos que tienen algo de insondable, que no se dejan conceptualizar tan fácilmente, que se resisten a ser definidos de modo acabado. Un modo lúcido de abordar nuestras vivencias -las de las mujeres-, aquellas que “no entran de inmediato en la grilla del bien y del mal. Están más acá, aunque no sepamos dónde queda esa zona”.