Por Mario Pujó.
Hace algunas semanas circulaba en las redes un breve meme de texto: «Se ruega a mis amigues y colegas de las asociaciones psicoanalíticas no empezar a emitir comunicados sobre el coronavirus del tipo ‘algo del lazo social se ve obturado por la presencia de lo real, no sin angustia…’, que ya bastante tenemos con soportar la cuarentena». Aunque, desde luego, la advertencia llegaba inevitablemente tarde. Porque desde el minuto uno, ante semejante emergencia colectiva de angustia, para cada psicoanalista la invocación a lo real era ya una referencia transitada.
En efecto, repentinamente ha aparecido en la realidad algo que desborda intrusivamente el marco de esa realidad. Un ente extraño, súbito, imprevisible, una criatura ajena al saber que no puede ser encuadrada, por esas buenas razones, en las coordenadas que configuran lo que aceptamos cotidianamente como constituyendo nuestra realidad. Y cuya incidencia tiene paradójicamente sobre esa realidad un efecto de irrealización, que a más de uno escuchamos experimentar azorado como una vivencia de pesadilla. Un ‘enemigo invisible’, un envoltorio proteico microscópico, minúsculo, una nada que revela la fragilidad del ser, una presencia que no se sabe muy bien en qué consiste, de dónde viene, cómo debe ser tratada, cuánto se expandirá, el tiempo que durará, qué consecuencias tendrá, a cuántos de nosotros se llevará, interrogantes todos que pujan hacia el fondo del vacío sin fondo de la incertidumbre.
Somos precipitados así, inermes, en el vértigo de la angustia. Lo que en el idioma de los lacanianos sitúa el punto de encuentro con el enigma del deseo del Otro: no tanto qué quiere, sino más éxtimamente qué quiere de mí, qué me quiere… ¿seré acaso objeto de sus apetencias? Una alteridad absoluta que se corporiza inesperadamente en una entidad sin cuerpo, una laminilla tanática propensa a infiltrarse en las mínimas grietas de nuestra familiaridad, hasta trastocar el sentido de un beso amoroso, un abrazo fraterno, el apretón de una mano amiga. El resultado previsible, un efecto expansivo de distanciamiento, aprensión, desconfianza e inquietante extrañeza. Por esa razón, efectivamente, ‘el lazo social se ve obturado por la presencia de lo real, no sin angustia’: la angustia ante lo real de la muerte. No la muerte simbólica, no la muerte imaginaria, sino la muerte real, la muerte irrepetible, irrebasable, irrepresentable, la muerte propia.
Pero debemos admitir que la imposibilidad de simbolización de lo real no constituye en sí una novedad, cuando esa imposibilidad define precisamente lo que en ese mismo idioma denominamos real. Lo novedoso a tener en cuenta no es por tanto su irrupción, siempre imprevisible, sino la contundente respuesta propuesta a su actual emergencia intempestiva: el estado de alarma, el estado de sitio, el confinamiento, la cuarentena… «¡Quedáte en casa!» Son los epidemiólogos y no los hombres de negocios los que ahora orientan y comandan las políticas públicas.
En la historia de la humanidad ha habido, lo sabemos, una serie abrumadora de pandemias devastadoras. La peste negra, la viruela, la gripe española… Pero de modo inédito en esa larga historia, una proporción más que considerable de esa misma humanidad se encuentra hoy, voluntaria o involuntariamente, en situación de aislamiento preventivo. Esa historia y esa humanidad se ven encauzadas de ese modo en el túnel indefinido de una pausa témporo-espacial sin precedentes. Estado de suspensión existencial que induce una diversidad inabarcable de posicionamientos subjetivos de los que, analistas contemporáneos de un genuino acontecimiento mundial, tenemos el raro privilegio de ser testigos. Asistimos así a un amplio abanico de reacciones que se despliegan entre el temerario desafío de la desmentida hasta la perplejidad paralizante del pánico, pasando por la congoja que duela en su llanto la cotidianeidad de un mundo que parece haberse esfumado. La pandemia evidencia poder convertirse así, subjetivamente, en un verdadero pandemonium.
El mientras tanto
Me refiero solo a una parte de la población, esa porción privilegiada que puede transitar el día a día en el confort de sus hogares. Ámbito que Freud considera un sucedáneo del seno materno, la inicial y añorada morada que proveía bienestar y seguridad.
Una primera observación. El homeworking ha advenido impensadamente al ejercicio práctico habitual de cada psicoanalista. Llamadas de celular, audios de whatsapp, videollamadas, zoom, hangouts meet, el casi obsoleto teléfono de línea. Cierta singularidad propiamente argentina, una generalizada transferencia con el psicoanálisis, hace posible la prosecución sostenida de las sesiones aún en condiciones de rigurosa cuarentena.
Segunda observación. Contra todo lo que podría esperarse, el paso de los días tiende a transformar la previsible claustrofobia inicial en una progresiva agorafobia. Los días pasan a gran velocidad en el interior de la vivienda, al ritmo de rutinas que se implementan espontáneamente en torno a la preservación de las condiciones de higiene, los rituales de la alimentación, la gimnasia, el descanso, el cuidado de sí. El celular ha devenido un compañero del alma. Audios, videos, grupos de chat. Discusiones interminables, música que se intercambia, declaraciones amorosas, sexo virtual, amigos que se recuperan, familiares alejados que vuelven a comunicarse. La distancia acerca.
No hay dos sin tres. El balcón ha pasado a ocupar un lugar destacado en la topografía de los hogares que lo poseen. La ausencia de tránsito no solo ha disminuido el ruido de la calle, sino purificado el aire y reducido la polución. La luz es más luminosa, los cielos más diáfanos. Apertura hacia el exterior y hacia la vecindad, el balcón deviene el ámbito prioritario de expresión política de la comunidad enclaustrada. Pañuelos blancos, banderas por Malvinas, aplausos que rinden homenaje al altruismo sanitarista, cacerolazos oposicionistas, contrapuntos de la famosa marchita partidaria… El espacio de la polis encuentra en el remoto aislamiento de pocos metros cuadrados el ámbito de su recreación. La expresión de artistas, tenores y sopranos, grupos de rock, celebraciones cumpleañeras convierten también a esos pocos metros en un improvisado tablado. El aplauso colectivo, acto de unidad y de comunión, encuentra en ese lugar recuperado la ocasión de un reconocimiento implícito del propio esfuerzo a través del reconocimiento explícito del esfuerzo de los demás.
La pausa del Aislamiento Social Preventivo Obligatorio transcurre así en la duración indeterminada del mientras tanto.
¿Y después?
«¿Qué importa del después?» –se preguntaban Homero y Virgilio Expósito en un tango antológico. Quizás ese despreocuparse sería el modo más apropiado para atravesar el presente continuo del stand by que nos impone el encierro. Pero lo cierto es que el después importa, e importa mucho. Un después que no solo remite a los resultados de la pandemia, sino también a los resultados económicos de la cuarentena con la que, a falta de mejor instrumento, se la contiene más o menos exitosamente. Una incertidumbre que concierne a cada cual en la interrogación por su supervivencia y la de sus seres queridos, como por la eventualidad del futuro de planes, proyectos, ambiciones, deseos, en fin, esos sueños que han demostrado entrar en cuarentena junto a sus soñantes. No hay certezas, no hay garantías, no hay previsibilidad, el después es apenas una conjetura. Una conjetura oscurecida por los temores y coloreada por los anhelos. Una conjetura con la que muchos no pueden dejar de torturarse. Una conjetura fantasmática.
La dinámica de la pandemia, la rapidez de propagación del virus y del contagio de la infección, deja en falsa escuadra a una legión de predictores y vaticinadores de todo orden. Como si el vacío de antecedentes y de experiencia previa a escala planetaria, empujara a una suerte de ejercicio compulsivo de adivinación, en una carrera que, al pretender anticiparse a los demás, termina siendo desmentida por la propia velocidad de los acontecimientos. En primer lugar, los líderes de distintos países centrales, quienes debieron retroceder ante un primer impulso renegatorio, a riesgo de convertirse en las mayores víctimas políticas de la pandemia. Pero también, una serie notable de intelectuales de reconocido prestigio, que parecen haberse sentido impelidos a tener que anticipar una interpretación de los hechos previa a su ocurrencia efectiva. Lecturas que van desde la maquiavélica conjura conspirativa a una distopía propia de la ciencia ficción, pasando por alguna profecía que augura el advenimiento de un mundo luminoso que consumaría finalmente la gran reconciliación comunitaria.
Por cierto, el aislamiento poblacional a escala mundial es un hecho sin antecedentes en la historia. Un acontecimiento solo viable por la participación y la decisión de los diversos Estados que, como tal, marcará previsiblemente un antes y un después en la administración de la economía global. Evidentemente, ha sido la sumatoria del poder de esos Estados y no la mano invisible del mercado la que ha hecho factible la concreción de semejante conjunción planetaria. Y lo ha hecho contrariando los intereses del mercado, cuya producción, comercio y valoración financiera se hunden con una rapidez aún mayor que la de la transmisión del virus. Lo que lleva a muchos a pensar, en sentido contrario a la tendencia de los últimos cuarenta años, en un resurgimiento del papel del Estado y de su intervención regulatoria en los intercambios económicos y en la distribución de la rentabilidad. ¿Se saldará esta crisis de un modo distinto a todas las últimas crisis, y en lugar de una mayor concentración financiera veremos resurgir la figura protectora del llamado Estado de bienestar?
Un cierto entusiasmo advertido nos permite quizás anhelar que la actual pandemia deje la definitiva enseñanza de que la salud es un bien común, así como la cultura y la educación constituyen un patrimonio común, y la preservación del medio ambiente exige el cuidado de la casa común. Salud, educación, medio ambiente, no deberían entonces administrarse desde ningún espíritu particular de rentabilidad, sino quedar en manos de la organización colectiva de nuestra propia comunidad. Es un anhelo que justificaría el ideograma chino según el cual cada crisis escribe también una oportunidad.
Aunque la experiencia enseña también provechoso contrapesar el optimismo de la voluntad con la prudencia pesimista de la razón. Resulta conveniente tener presente que, parafraseando a Hobbes, podemos todavía hoy afirmar como él: homo virus hominis. El hombre es el virus del hombre.
Me gustaría concluir con una referencia a «El porvenir de una ilusión», texto en el que Freud enumera las fuentes originarias de las desdichas humanas: la inclemencia de la naturaleza, la fragilidad de nuestro cuerpo, la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos en la sociedad. Y el Covid19 se ubica en el vértice que permitiría complementar entre sí esas tres vertientes. Pero lo que me interesa retener mínimamente es que, por más dolorosas que sean las renuncias que nos exige la cultura, Freud reconoce en ella el mayor amparo ante nuestra indefensión original. Apunta así a la organización discursiva de la comunidad, al fortalecimiento de los lazos sociales y sus vínculos comunitarios, apostando ahora y siempre por la vida.