El siguiente texto lo presenté en Nucep en octubre de 2015, en un ciclo de conferencias al que fui invitada a participar por Amanda Goya y Gustavo Dessal, a quienes agradezco la invitación, especialmente por el título que me propusieron, es un título que me tocó. Con un par de palabras, con una escueta oposición de significantes, apunta de manera fulminante al corazón de nuestro malestar subjetivo, al de cada uno siempre singular, pero también al de todos. En la vida cotidiana no cesa de constatarse que las parejas siempre desparejan, que en la pareja el malestar no cesa de estar presente, a veces larvado, a veces estallando bajo esas formas diversas a las que solemos referirnos con el significante “crisis”. A su vez, en el corazón del síntoma que es el nombre de la infelicidad en psicoanálisis, encontramos siempre el problema de la pareja, o más precisamente, la pareja como problema. Tomemos los casos de Freud. Desde el caso Emma, hasta Dora, no hay uno solo en el cual no se encuentre el problema de la relación con el hombre. “Todas enfermas del hombre”, como diría Lacan. En el caso del “Hombre de las ratas”, se trata de elegir una mujer, la ama obsesivamente, no puede dejar de pensar en ella, pero al mismo tiempo no puede decidirse a casarse con ella.
Hay algo que no va entre los hombres y las mujeres. Nos quejamos de eso un día sí y otro también. Pero más allá de su queja y de lo que los sujetos puedan expresar conscientemente, su malestar se dice, sin que ellos lo sepan, a través de sus síntomas. Más allá de su presentación fenomenológica, y aunque aparentemente no tengan nada que ver con la sexualidad, los síntomas tienen siempre una causa sexual, éste fue el descubrimiento de Freud. Descubrió que es porque hay algo fallido en la sexualidad por lo que tenemos síntomas, los cuales encierran una satisfacción substitutiva. Desde luego la satisfacción del síntoma es paradójica, el sujeto no puede reconocerla como tal porque no le contenta sino que le hace sufrir. Pero si Freud no duda en hablar de satisfacción a propósito del síntoma es porque el sujeto se aferra a él, el síntoma es lo que dura, lo que se repite en la vida de un sujeto.
¿Porqué las relaciones entre los sexos se saldan con un malestar que no cesa en su insistencia? Esta pregunta atraviesa de un extremo a otro la obra de Freud. El rumbo que sigue es muy demostrativo. Al principio, en un texto titulado “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna” Freud parte de los síntomas y hace responsable de ellos a la cultura de su tiempo, a la moral victoriana de su época. Esta impone fuertes restricciones a las pulsiones sexuales y el resultado es que estas pulsiones reprimidas retornan bajo la forma de síntomas, es la nerviosidad moderna. Es por eso que concluye su texto reclamando la necesidad de urgentes reformas sociales. Pero al final en “El malestar en la cultura” llega a la conclusión de que la perturbación en la sexualidad es inevitable, que hay algo desencajado en las relaciones entre el hombre y la mujer que impide que se encuentren verdaderamente. Es decir que por más reformas sociales y culturales que hagamos hay un saldo de malestar en la sexualidad que es incurable, un malestar que no es efecto de tal o cual cultura sino que es malestar en la cultura. Y es que, nos dice Freud, el pasaje de la naturaleza a la cultura supone que el hombre soporta una pérdida fundamental, la de la relación natural con su propio cuerpo y con el de los demás lo cual tiene un efecto devastador sobre la sexualidad. Esta queda afectada por un déficit incurable que impide su satisfacción plena. Hay otra razón complementaria que Freud aporta y es que por haberse perdido esa relación natural con el cuerpo todo ser humano padece de una brecha entre la sexualidad anatómica y lo que es la subjetivación del sexo a nivel psíquico. Freud lo dice de esta manera en “El Malestar en la cultura”: “Sólo la Anatomía -mas no la Psicología- puede revelarnos la índole de lo masculino y lo femenino”. Es decir, si en la anatomía hay hombres y mujeres el psiquismo humano no puede revelar qué es lo masculino y lo femenino, qué es ser hombre o ser mujer y esa es la causa, en última instancia, de que haya algo siempre fallido en las relaciones entre los sexos. ¿Con qué Freud quedarnos? Sería muy consolador poder decir, como creía él mismo al principio, que la culpa de nuestro malestar sexual la tienen las restricciones sexuales impuestas por la moral social o por el poder. De hecho no hace tantísimo tiempo, en mi época de estudiante, todavía se oía este rumor: si se goza tan mal es que hay represión del sexo y la culpa es primeramente de la iglesia y de la familia, segundo de la sociedad y particularmente del capitalismo. Pero los tiempos del sexo izquierdismo pasaron entre otras cosas porque con la televisión vendiendo sexualidad en cada anuncio, con los kioscos abarrotados de pornografía, y con un internet donde se sirve la erótica a la carta, con todo eso era imposible seguir sosteniendo que la culpa fundamental de nuestra dificultad para gozar la tiene el poder que reprime el sexo. Nuestra cultura no es la cultura moralista de la reina Victoria que a Freud le tocó vivir, al contrario como Foucault supo ver, en la época del capitalismo actual el poder lejos de prohibir el sexo lo promociona, lo impone incluso como un deber. Hoy es más que constatable que la liberación en materia de costumbres sexuales no ha conseguido aplacar ese malestar en la sexualidad que no cesa en su insistencia.
Lacan formuló un axioma que permite situar este malestar en términos de estructura: “no hay relación sexual”. Es la forma en que Lacan tradujo eso que Freud terminó por advertir, que el trastorno entre los sexos es esencial, es inherente al ser humano en tanto que ser de cultura, en tanto que ser de lenguaje. El lenguaje desnaturaliza el cuerpo, lo afecta de una pérdida irreversible: la pérdida del instinto o más fundamentalmente, como dice Lacan, la pérdida del goce natural de la vida. Es por esto que Lacan puede afirmar que “no hay relación sexual”. No quiere decir que no haya relaciones sexuales, al contrario relaciones sexuales hay cuantas se quiera, pero lo que falta es una relación fija e invariable, como esa correspondencia entre un sexo y otro sobre los rieles del instinto que observamos en el animal. Perdido el instinto, nos faltan los referentes naturales para situarnos como hombres o como mujeres y es por eso que la sexualidad en el ser hablante no puede no hacer síntoma. La sexualidad que la clínica psicoanalítica descubre no es para nada el empuje vital del instinto, es pulsión afectada de inconsciente, lo que equivale a decir enferma de lenguaje. Y es precisamente porque debido a la pérdida del instinto no hay relación sexual por lo que, como plantea Foucault, puede hablarse de una historia de la sexualidad, justamente porque como no hay relación sexual, hay lugar para las invenciones sociales en el interior de las cuales el sujeto debe situarse, hay lugar para que el sujeto haga su invención propia más o menos desplazada respecto de la invención social. Así a lo largo de la historia hemos inventado distintas formas que puedan permitir a los hombres y a las mujeres relacionarse los unos con los otros, discursos que tratan de poner en orden lo que en el animal ya lo está, instituciones que tratan de mimar la relación sexual que no existe. Por lo general nos servíamos de la familia pero como todo el mundo sabe en vano. La familia tradicional entendida como la unión de hombre, mujer e hijos, es una institución que trata de mimar la relación natural entre los sexos pero hoy sabemos más que nunca que no lo consigue, y es por eso que hoy surgen distintas alternativas a la familia tradicional. Esta variedad no es sino la prueba misma de la imposibilidad de dar con una fórmula que no sea fallida de la relación sexual. Hay una estupidez connatural al lenguaje dice Lacan: nos priva del instinto, pero no nos suministra a cambio ningún saber sobre la relación sexual. Que no hay relación sexual quiere decir que en el psiquismo inconsciente no está inscripta, a diferencia de lo que ocurre con el instinto en los animales, la cláusula que diga al hombre en qué consiste ser hombre para una mujer y a la mujer en qué consiste ser mujer para un hombre. En el inconsciente falta la cláusula de la pareja sexual, hay solo el Uno del falo, pero no el dos de la pareja. En el fondo lo que hace creer en la relación sexual es el amor. Pero el amor, todo el mundo lo sabe, es un fugaz espejismo. Lo que dura en cambio es el síntoma. Tenemos síntomas porque no hay relación sexual. El síntoma es el testimonio de la imposibilidad de inscribir el dos de la pareja sexual en el inconsciente, y en consecuencia de la imposibilidad de alcanzar un goce pleno, sin falla.
En el fondo, como termina por formular Lacan, que no hay relación sexual quiere decir que el goce no se comparte, que uno siempre goza solo. Si esto constituye un problema es porque este goce solitario es un tanto cojo, insuficiente, pero sobre todo si constituye un problema es en relación con el amor. Es en el amor donde produce sus mayores estragos el hecho de que se goce solo. Aunque lo formuló de otra manera, de esta escisión entre el amor y el goce ya dio cuenta Freud en “Sobre una degradación general de la vida erótica”. Hay hombres -en realidad sostiene que en alguna medida esto acontece a todos los sujetos masculinos- que cuando se produce el encuentro con una mujer a la que profesan un amor muy elevado no consiguen que se despierte en ellos la excitación sexual; por el contrario sólo pueden desear sexualmente a las mujeres que no aman, que representan para ellos un objeto degradado. Freud describe con una espléndida frase el drama de la vida amorosa de estos hombres: incapaces de amar a la mujer que desean y de desear a la mujer que aman. Fíjense que nos está hablando de una escisión entre el deseo sexual o el goce y el amor, que se redobla a su vez en una escisión de objeto: una mujer para el amor, otra distinta para el goce. Él da cuenta de esta escisión a través de la fijación infantil a la madre: si la mujer tan intensamente amada no puede ser deseada sexualmente es porque tras ella se proyecta la sombra de la madre; solo con un objeto degradado sin rasgo alguno que pueda evocar el lugar ideal de la madre, puede exteriorizarse el deseo sexual.
Lacan en el Seminario “Aún” formula de otra manera esta escisión entre el goce y el amor. El seminario se abre con una frase enigmática: “El goce del Otro no es signo de amor”. A lo que apunta Lacan con esta frase es a que el goce, en tanto sexual, es siempre goce del propio cuerpo, goce de uno solo y no se relaciona con el Otro, mientras que el amor se dirige al Otro. A este modo de goce solitario, autista, Lacan lo llama goce fálico, porque aunque tanto los hombres como las mujeres pueden gozar de cualquier parte del cuerpo propio, el goce masturbatorio del órgano fálico nos da su modelo principal. Este goce fálico, goce solitario, goce idiota en el sentido etimológico, se convierte en modelo del goce sexual como tal para Lacan. Así pues el goce en tanto sexual es fálico, lo que quiere decir que es autista y no se relaciona con el Otro mientras que el amor busca al Otro. Esta diferencia tan radical entre el amor y el goce se complejiza cuando Lacan desarrolla las fórmulas de la sexuación, que dividen a la humanidad en dos mitades separadas que llama lado masculino y lado femenino pero que sin embargo no se diferencian ni por la anatomía, ni por la designación verbal hombre mujer, sino por el modo de goce de cada sujeto. Aquellos sujetos que tienen un modo de gozar todo fálico, los sitúa del lado macho, mientras que aquellos que no están del todo en el goce fálico sino que están divididos entre un modo de gozar fálico, y otro distinto, suplementario, los sitúa del lado femenino. Querría hacer una matización: es cierto que el hecho de tener un pene facilita más la posición de un sujeto de estar todo en el goce fálico, pero esto no quiere decir que los sujetos que no tengan el órgano no puedan estar en esta modalidad del goce fálico, porque el goce es siempre goce del propio cuerpo; de hecho Lacan sitúa a los sujetos femeninos en el goce fálico aunque de una forma no toda. Estas fórmulas de la sexuación no escriben la relación sexual sino un malentendido entre los sexos. El primer malentendido es el que conecta al hombre no con La Mujer, sino con un objeto de goce pulsional que Lacan llama “objeto a” y lo que se obtiene en esta modalidad de goce fálico es siempre el goce del propio cuerpo. Lacan escribe “La Mujer” con mayúsculas y con una tachadura para indicarnos que no existe una esencia, un universal de la femineidad. Es así que el hombre cree alcanzar a La mujer pero lo que encuentra es el objeto a, un trozo de cuerpo por ej. el pecho, o unas nalgas, y el goce que obtiene a partir de ahí es el de su órgano. Este objeto con el que se conecta el hombre en el goce fálico es el objeto fetiche por excelencia, el objeto que no habla, coherente con una exigencia de goce que admite que la palabra permanezca fuera de juego. Se puede hacer el coito sin hablar y esta vertiente está en la línea del objeto fetiche que es la que corresponde al lado macho, una vertiente del goce que la pornografía y los sex shop explotan al límite. En cambio del lado femenino ocurre otra cosa. El goce femenino está desdoblado. Por un lado se relaciona con el falo pero por otro apunta a algo que no es un objeto fetiche sino esencialmente a un Otro que habla. Mientras que el objeto fetiche condiciona una erótica del silencio, el lado femenino implica un goce que requiere que su objeto hable. Sabemos hasta qué extremo los silencios masculinos pueden hacer sufrir a una mujer. Del lado mujer, a diferencia del lado hombre, el goce requiere que se pase por el amor en tanto que el amor habla, en tanto que no es pensable sin la palabra. Aunque al mismo tiempo este goce femenino es un goce enigmático que está marcado por lo que no se puede decir. Si del lado macho amor y goce se oponen, el goce femenino abre una dimensión donde amor y goce se unen, o más precisamente, donde el amor es en sí mismo un goce. Los hombres pueden ponerse eventualmente del lado femenino cuando gozan del amor. El goce femenino tiene algo de infinito, es un goce que siempre dice “aún…” y es por eso que la demanda de amor en una mujer es una demanda que no cesa nunca. Esto hace que para los hombres la mujer, en el fondo, siempre sea una pesada y que para una mujer el hombre, en el fondo, siempre sea un idiota. Y es que el modo de goce macho y el modo de goce femenino no son goces que hagan pareja. O dicho de otro modo: hay una incompatibilidad entre el goce que Lacan llama goce uno –aludiendo a que uno siempre goza solo- y el dos de la pareja.
¿Qué se puede esperar de un análisis en cuanto al sexo y al amor? Si me permiten una suerte de chiste podría decirles que un análisis no hace existir la relación sexual pero sí puede conseguir que la mujer sea un poco menos pesada y el hombre un poco menos idiota.
Si es cierto que el inconsciente objeta la relación sexual no lo es menos que el inconsciente hace posible el amor. Es cierto que el amor tiene una dimensión imaginaria, que el Uno de la fusión no es sino una ilusión, un espejismo de completud. Pero el amor no se agota en esto. Al final de su recorrido Lacan sostiene que el amor no parte sólo del reconocimiento narcisista entre dos yoes y de la ilusión de completud sino que también es la manera en que los sujetos se reconocen en su inconsciente. Es decir, que en el amor los sujetos se reconocen en su manera de soportar su destino de seres hablantes, se reconocen en su exilio de la relación sexual. La última palabra del psicoanálisis sobre el amor no es en modo alguno desvalorizarlo por su carácter de espejismo engañador. Al contrario, a partir de la experiencia analítica, acaso puede abrirse la posibilidad de un “nuevo amor”. Sería ante todo un amor lúcido, un amor que se funda en una posición ética, en la manera en que los sujetos se unen para soportar la soledad a que nos condena el inconsciente.