Por Andrés Armengol.
1. Mujeres: la irrupción de lo femenino en el formato televisivo
La serie Big Little Lies (HBO, 2017-2019) se convirtió en un auténtico fenómeno televisivo al estrenarse su primera temporada hace 2 escasos años. En la estela de lo que viene dándose en la ficción pensada para televisión, la centralidad de la misma se vino dando en personajes que, tradicionalmente, habían recibido poco o escaso interés salvo algunas excepciones: las mujeres . Seguramente no sea casual que las mujeres hayan cobrado especial protagonismo, yendo más allá de las narrativas y semánticas tradicionales al respecto, en formatos que apuntan precisamente a una estructura más allá de la introducción, nudo y desenlace, deslizándose progresivamente hacia una infinitud sin elemento último que la clausure.
En lo que respecta a esta serie, cinco son las mujeres que forman el arco múltiple de los personajes que asumen el protagonismo del guion y sus diversos avatares, mostrando en cada una de ellas distintos elementos y rasgos que van más allá de lo homogéneo. Ahora bien, uno hay que se repite en todas y cada una de ellas, si bien no se proyecta en las protagonistas del mismo modo: todas ellas son madres, formando en esta dimensión simbólica una configuración grupal que, no obstante, mostrará su infinidad de matices en los elementos de cómo esta ficción televisiva, de modo sugerente y llamativo en su primera temporada, muestra la división entre madre y mujer. Un elemento fundamental para poder analizar quien, a mi modo de ver, constituye el personaje más interesante, polifacético y complejo de las dos temporadas que ya configuran este formato televisivo: Celeste, personaje interpretado por la actriz australiana Nicole Kidman. Un personaje cuyo atractivo subjetivo – si así puede emplearse el término para un elemento ficcional carente de realidad más allá de lo televisivo – reside en encarnar una espinosa cuestión que sigue golpeando con fuerza nuestro presente, sin dar muestras de remisión por el momento: la violencia contra las mujeres.
Un apunte antes de proseguir desgranando otras cuestiones vinculadas con lo femenino y la violencia contra ello: no emplearé en ningún momento los dos significantes amo que se han blandido para intentar dar cuenta de este fenómeno, “violencia de género” y “violencia machista”.
En cuanto a la violencia de género, si bien éste es el significante que ha cobrado fuerza de ley para legislar acerca de esta lacra social, su principal problema reside en que apela a una dimensión, la del género, que no permite dar cuenta de un elemento crucial en esta irrupción violenta, esto es, su estatuto sexuado, más allá de meros semblantes entendidos como roles y/o pautas culturales. En otros términos, lo que se evacúa de dicho significante es el reino del goce, especialmente en su vertiente mortífera, y, con mayor especificidad, lo sintomático que resulta en los lazos sexuados la irrupción del goce Otro al fálico, caracterizado por su carácter excesivo y más allá de la regulación parcial, fragmentaria y localizable de la función fálica.
Por lo que atañe a la noción de “violencia machista”, el inconveniente que muestra dicho significante es la movilización de una dialéctica que fácilmente puede desembocar en un vínculo intersubjetivo de amo y esclavo. Vínculo que, por más que sea nombrado para poder deshacer un entuerto, valiéndose de la noción de “patriarcado”, realiza un conjunto de las mujeres bajo el estatuto de “víctima”, quedando el hombre instituido como “agresor”. ¿Dónde reside el punto de ciego de este círculo? En que no permite dar cuenta del elemento crucial que da título a este artículo: la responsabilidad subjetiva como pieza fundamental para poder dar cuenta de aquello ajeno que desborda al sujeto, esto es, el goce.
Por ello mismo, en el análisis del personaje de Celeste, la única expresión que emplearé al referirme a dicho fenómeno es el de “violencia contra las mujeres”, a falta de un significante mejor capaz de nombrar la emergencia de una irrupción sintomática ante aquello que no es proporcionable ni todo nombrable. Violencia que se ejerce contra aquella dimensión opaca, cerrada en su propia contigüidad y no atrapable por el fetichismo fantasmático a no ser que se pretenda engullir dicha radical alteridad mediante el fantasma masculino del masoquismo femenino y sus catastróficas consecuencias . Violencia que encarna la peor de las respuestas posibles ante el encuentro con la alteridad radical para los seres hablantes.
2. Alteridad y goce Otro
Retomando el hilo que vertebra este artículo, es decir, la serie Big Little Lies y el personaje de Celeste, vale la pena mencionar las coordenadas identificatorias de esta última para ver cómo, paulatinamente, se van desplazando para dejar emerger una dimensión para la cual Celeste no encuentra palabras ni semblantes que le permitan agarrarse a ellos. De entrada, empero, se nos presenta una mujer que ya ha pasado la cuarentena, casada con Perry y con quien tiene dos hijos gemelos . Por lo que vamos descubriendo, fue una abogada de prestigio durante cierto tiempo, pero lo deja todo para mudarse a Monterrey (Nuevo México, USA) con su marido y convertirse ahí en madre. El secreto que guarda Celeste, aquella parcela de su intimidad que esconde a sus amigas y conocidos, es el hecho de estar viviendo desde hace años – si bien el guion no precisa un tiempo exacto – una situación reiterada de agresiones físicas y psicológicas por parte de su marido.
Así pues, en un primer tiempo, Celeste es presentada con todas las identificaciones que la nombran en el seno del lazo social como esposa y madre, identificaciones siempre parciales que, como indicaron Freud y Lacan, operan como elementos que recubren la falta-en-ser constituyente del sujeto y el hecho de que, fruto del impacto de habitar cuales seres de lenguaje, los seres hablantes se ven desprovistos de un ser ajeno a los semblantes y a los velos fantasmáticos. Identificaciones que, más allá del vínculo que la une a su esposo, Perry, empiezan a tambalearse cuando, en los sucesivos capítulos, se pone de manifiesto que Celeste desea algo más que excede el hecho de ser presentada como esposa y madre, dejando entrever que este algo más tiene cierta relación con su pasado laboral, si bien éste es un aspecto que no se desarrolla especialmente.
En un segundo tiempo, el elemento que verdaderamente resquebraja las identificaciones de Celeste y la confronta con una dimensión donde se encuentra con un goce Otro ante el que no sabe cómo responder y cómo poder subjetivarlo atañe a su vínculo mortífero con su esposo, Perry. Vínculo donde hay dos elementos bien presentes y entrelazados entre sí hacia lo peor: por un lado, el amor, encarnado por una entrega absoluta donde ella ha renunciado a todo para no perder aquello que dice sostenerla, esto es, su trabazón con su esposo y, por otro lado, el goce sexual, atornillado a escenas de humillaciones y vejaciones que la colocan en un lugar de puro objeto fetichizado para el partenaire.
Así pues (y es una rareza en el retrato ficcional de semejante fenómeno, excesivamente impregnado por vertientes conductistas y/o educativas), en Celeste se pone de manifiesto una compleja encrucijada.
Por un lado, renuncia a todos los bienes fálicos de su anterior vida para no perder aquello que ha colocado como lo más supremo, el amor del partenaire, el cual la ubica en un lugar y le otorga cierta consistencia como amada. Elemento fundamental para poder entender, más allá de intentos reeducadores o de conclusiones precipitadas que apelen a grandes discursos que obvien la singularidad subjetiva, el papel que el amor puede jugar para una mujer, aspecto señalado especialmente por Lacan al dar cuenta de las dinámicas sexuadas de los sujetos en la vida a amorosa . Es más, para Celeste se convierte en una imperiosa necesidad hacer saber a su marido cuánto le ama, dado que él le reprocha continuamente “no entregarse lo suficiente”. En esta dinámica de entrega carente de límite empieza a emerger una de las posibles declinaciones de ese goce Otro al fálico, suplementario en palabras de Lacan, que, pasando por el partenaire, va más allá de él para confrontar al sujeto con un agujero ante la irrepresentabilidad de dicho goce, no inscrito en el inconsciente. Goce Otro que, a tenor del feroz vínculo que ha forjado con su partenaire, la empuja a darse a sí misma sin concesiones en la dinámica perversa polimorfa de él.
Por otro lado, lo interesante de la relación que se dibuja entre Perry y Celeste, si bien está teñida por una violencia ejercida por parte de él de modo continuado y con ensañamiento, es que no se dibuja de un modo dualista donde el verdugo cae de un lado y la víctima del otro, con las posiciones estancas y ya asignadas de antemano. En este caso, el enigma que surge al ver a Celeste pasar por las vejaciones y humillaciones de su marido es: ¿qué es lo que la ha fijado ahí? La respuesta que dibuja la serie no es baladí: aquello que ata a Celeste a su marido, pese a lo mortífero del vínculo, es cómo la coloca en la posición de objeto para ser gozado e inclusive para romper, lo cual para ella parece operar como defensa ante los destellos de esa opacidad que la desborda. Lo problemático de ello es que semejante solución apunta a posibles consecuencias devastadoras que, en este segundo tiempo, no son asociadas por ella con nada y permanecen condensadas sin mayor elaboración sintomática.
3. ¿Por qué no puedo zafarme de él?: la división subjetiva y la responsabilidad del sujeto para con su goce
Lo que opera como el tercer y último tiempo de Celeste atañe a su decisión de ir a ver a una psicoterapeuta. Emergencia, pues, de un malestar sintomático: ¿por qué insisto en esta dinámica y qué tengo que ver yo con ella? No acude sola, sino acompañada de su marido en lo que parece ser una terapia de pareja. En las primeras sesiones conjuntas, la queja de Perry es no sentirse lo suficiente querido por ella, lo que puede traducirse en su decir en términos de: “No se entrega toda a mí”. No se entrega toda porque precisamente ahí es donde emerge un límite estructural que apunta a la modalidad de lo imposible: el goce Otro se resiste a ser todo encauzado por la significación fálica porque no-todo de él está gobernado por el significante. De ahí que, al decir de Lacan, querer nombrarlo todo, especialmente en lo concerniente a la singularidad femenina, desemboca en la difamación misógina.
En estas primeras intervenciones, el interés cae del lado de cómo responde Celeste, emergiendo su división subjetiva: si él me ama, ¿por qué acabo teniendo este sexo violento donde se mezclan la atracción y la repulsión? Celeste no es una víctima alienada a un discurso patriarcal, sino que se muestra como una mujer entregada a una dinámica estragante de la cual no puede zafarse porque el intríngulis reside en que este vínculo opera para ella como límite, devastador, sí, pero como límite a la radical alteridad que la divide como mujer. Será en las intervenciones en solitario con la psicoterapeuta – el marido rechaza hacerse cargo de su dinámica abusadora y abandona el vínculo terapéutico tempranamente – cuando pueda confrontarse al maltrato. Confrontación que viene dada por una finísima y aguda intervención por parte de la terapeuta que genera una escansión en su relato de entrega incondicionada y de idealización de su marido como el padre perfecto para sus niños: “Él te maltrata”. Corte e inicio de un cambio de posicionamiento donde su lugar como madre, en este caso, será fundamental para asumir una responsabilidad subjetiva que no la deje desarmada ante las irrupciones salvajes de la pulsión de muerte que tiñen su vida amorosa. Irse de casa para proteger a los niños, si bien, curiosamente, todo lo que la serie había aventurado acerca de la división de Celeste entre madre y mujer queda, curiosamente, borrada en la segunda temporada, pese al interés del personaje.
4. No obviar la diferencia: la singularidad como piedra de toque
El interés principal en abordar este personaje y la dinámica que la define en esta ficción reside, a mi entender, en la importancia de poder abordar la violencia contra las mujeres desde un ángulo que no termine produciendo una homogeneización bajo el significante “víctima”. Caer en dicha lógica es lo que posteriormente induce al auge de protocolos donde se obstruye la posibilidad de una escucha sintomática que permita trabajar desde la finura y el detalle del caso por caso, acogiendo los decires de cada mujer sin pretender encasillarlos de entrada en un discurso donde los papeles ya estén asignados de antemano. Sobre todo porque el riesgo que se corre es no poder trabajar e ir desmenuzando el núcleo duro de goce que vincula a una mujer con un hombre que la maltrate, incurriendo, por el contrario, en un mero intento de corrección de conductas que en no pocas ocasiones puede reforzar dicha fijación hasta que desemboca en un feminicidio.
De ahí la importancia, inclusive en el seno de no pocos discursos feministas, de poder acoger la dimensión sexuada del goce y de la importancia del amor para no pocas mujeres, especialmente en lo que atañe a la entrega incondicionada que puede darse para con su partenaire. De lo que se trata, en cualquier caso, es de trabajar desde la diferencia declinada en singular para que cada sujeto pueda renegociar consigo mismo la relación con su goce y poder ponerle límites que le sean soportables, sin tener que renunciar a todo ni someterse a devastadores dictados estragantes. Cuestión especialmente relevante en nuestro presente, donde la misoginia y el odio a lo que no se somete al imperio del Uno fálico y su tiranía vuelven a campar por sus anchas.