Por Gustavo Dessal
En varios lugares he afirmado la tesis de que la alienación tecnológica es un fenómeno clave de nuestro estado actual de la civilización. Entiendo por alienación tecnológica algo diferente a la dependencia en ocasiones sintomática que muchos sujetos tienen de la conectividad constante a los dispositivos. La alienación tecnológica es el efecto de retardo que existe entre, por una parte, la irrupción de una tecnología que se vuelve imprescindible y que cambia la dinámica social y la relación al discurso, y por otra la capacidad del sujeto para atravesar el tiempo de comprender. Conforme a la velocidad como ingrediente determinante del funcionamiento técnico, el instante de ver se precipita hacia el momento de concluir, momento en que el sujeto adopta el uso de una nueva tecnología. Parafraseando lo que Lacan comenta sobre el chiste, el dispositivo técnico le gana de mano al inconsciente.
No recuerdo el año exacto. Creo que fue a finales de la década de los 90 cuando Jacques-Alain Miller “descubrió” el fax. Tengo en la memoria su asombro, su entusiasmo casi infantil ante lo que por entonces era una maravilla de la técnica. Sigue siéndolo, aunque su uso fue desapareciendo hasta casi extinguirse, como también sucedió con las máquinas de escribir. El caso es que Jacques-Alain vio en el fax un instrumento que habría de ponerse al servicio de la Escuela, una herramienta que contribuiría a reforzar ese espíritu mundial que él promovió a lo largo de todos estos años. Actualmente casi nos hemos olvidado de la “Escuela del fax”, del modo en que se facilitaron los intercambios, las comunicaciones, las convocatorias. Internet y el correo electrónico sustituyeron ese método, al punto de que hoy, como en tantos otros ámbitos, no podríamos imaginar un funcionamiento de las cinco Escuelas sin el servicio de la comunicación digital.
Aunque la comunicación virtual es abundantemente utilizada desde hace muchos años, la pandemia multiplicó su empleo por razones sobradamente conocidas. La comunidad de la AMP recibió el impacto de un cambio inédito (por el contrario, bien conocido en el ámbito de la IPA) que afectó el corazón mismo de la práctica y la transmisión. La imposibilidad del encuentro presencial obligó a los analistas a proseguir de un modo que hasta entonces solo existía de manera “mediodicha” y en todo caso con un alcance restringido y ocasional. Nadie hasta ese momento había verdaderamente imaginado la prosecución de los análisis, los cursos, los seminarios, las conferencias, a través de los distintos medios telemáticos de los que en la actualidad disponemos. La mayoría de los analistas adoptaron esta modalidad a la que habían sido forzados por las circunstancias. No entraré en esta ocasión en el debate sobre la validez de la práctica analítica realizada en forma telemática. Me interesa señalar las distintas posiciones que los analistas han tomado al respecto. Para algunos, los sistemas virtuales constituyen un menoscabo a los principios fundamentales del psicoanálisis, que efectivamente ha funcionado desde su inicio como un encuentro, un encuentro en el que el fenómeno y la experiencia de la transferencia se revela como el resorte fundamental de la cura. Recordemos la sorpresa inaugural de Freud al verificar que la relación del paciente con el analista muy rápidamente cobraba para el analizante un interés superior al debería manifestar respecto de su propio inconsciente. Para otros psicoanalistas, el análisis telemático resultó un lamentable paréntesis en la historia de su práctica; no obstante, preferible a su interrupción completa. Algunos adoptaron posiciones intermedias, que no menospreciaban la utilidad de esta forma de trabajo, pero que la consideraban un sucedáneo de baja calidad, del mismo modo que durante la guerra se bebía achicoria en lugar de café: mejor algo que nada. Por último, algunos colegas se mostraron interesados por indagar qué supone esta experiencia, si acaso redefine o no alguno de los conceptos que hasta entonces se creían inalterables, y consideraron que valía la pena profundizar la discusión, ante la sospecha de que esta modalidad de trabajo no habría de desaparecer, que se añadiría como un recurso nuevo, y que resultaría muy difícil imaginar que el psicoanálisis habría de ser el único espacio de experiencia que volvería a la era anterior, mientras el resto del planeta se reacomoda para asumir un cambio radical sin retorno. Como observación al margen, resulta interesante comprobar que la comunidad analítica no está exenta de miembros que, de forma sutil a veces, y decididamente explícita en otras, se han pronunciado con afirmaciones negacionistas tanto de la pandemia como de la necesidad de utilizar la mascarilla en las sesiones. Tal vez, en el fondo sea un alivio saber que los psicoanalistas no son ajenos a la diversidad sintomática del mundo. De todos modos, eso es meramente anecdótico. No lo es, en cambio, que el Wishful Thinking se manifieste en la ingenua idea de que “cuando esto pase”, todo volverá a ser como antes. Seguramente dentro de algunas generaciones los psicoanalistas se sonreirán al leer los debates del año 2020 y posteriores, en los que la invasión de la tecnología en el discurso analítico suscitaba señales de alarma. Si en el conjunto de la AMP lográsemos mantener una conversación seria sobre lo que ha ocurrido, y lo que se perfila ya como una reconfiguración de la vida en todas sus manifestaciones, habríamos estado a la altura de esa famosa afirmación de Lacan sobre la exigencia de mantenernos atentos al horizonte de la época, que con tanta frecuencia repetimos.
Pero desde el inicio del confinamiento, también la enseñanza y la transmisión psicoanalítica en su sentido más amplio se integró a los medios telemáticos. Muy lejos y primitivo nos parece ahora el fax, comparado con la “Era Lacaniana del Zoom” que, al menos en España, comenzó poco después del 14 de marzo de 2020. Una era que ha traído consigo un acontecimiento inesperado, inconcebible: la suspensión del Congreso Internacional de la AMP y la irradiación semanal de convocatorias por Zoom (un conocido programa de videoconferencia online) promovidas por las cinco Escuelas, a las que todo aquel que lo desea puede “asistir”. La paradoja de que estamos impedidos de vernos, y que al mismo tiempo nunca antes nos habíamos “visto” tanto. Para la mayoría de los miembros, es la posibilidad de participar virtualmente en docenas de eventos, tantos que son ya casi más numerosos que las series de televisión. Lo digo, por supuesto, con toda la ironía, porque el “furor zooming” deberá dar paso a un tiempo menos trepidante. No obstante, estamos en una etapa de experimentación, en la que hemos debido realizar incluso Asambleas virtuales, votación de nuevas Juntas Directivas, aprobación de actas e informes contables con un resultado nada desdeñable. La comunicación virtual, en ninguno de los aspectos de la vida de una Escuela, habrá de reemplazar los encuentros. No he leído hasta el momento ninguna afirmación de que eso sea un destino inexorable. Pero esta tarde un colega que vive en Argentina me comentó que no podía atender mi llamado telefónico porque estaba ocupado escuchando la intervención de un analista francés dirigida a la Escuela italiana. Esa triangulación Argentina-Francia-Italia (a la que seguramente se habrá unido gente de todas partes) que solo pudo hacerse gracias a las posibilidades de las tecnologías de la comunicación, ¿acaso no habrá de sumarse definitivamente como una fórmula más en la vida de la AMP, de la Escuela Una, y de la relación de cada uno de nosotros con la causa analítica? No se trata de establecer una regla sobre la proporción entre presencialidad y virtualidad, sino de discutir el buen modo de aprovechar su dinámica. En el estado actual de la experiencia, lo fundamental es extraer conclusiones sobre los resultados que surgen, sobre las consecuencias que debemos reconocer en la transferencia de trabajo, la producción de los carteles, el estímulo al estudio y la lectura, la escritura y la publicación.