Un odio sin amor.

Por Mario Pujó.

 

No resulta sencillo escribir sobre el odio, encontrar las palabras adecuadas, cuando intentamos cernir el odio en sentido fuerte, lo que llamaríamos el odio ‘puro’, un odio que no conoce miramientos ni vacilaciones. Porque ese odio, siempre vigente en la historia de nuestra civilización, no conduce naturalmente a la palabra, sino que pulsiona radicalmente a la acción. El odio no habla, vocifera, se ensalza en la injuria y en la difamación y, en el extremo de su pasión, precipita el pasaje al acto. En contrapartida, la literatura lo atestigua, siempre ha sido más fácil hablar del amor. Porque el amor apremia al decir, lo que lo presta prolíficamente a la metáfora: las palabras de amor, los versos del juglar, la trova del trovador. Inclusive, en su modalidad más etérea, el amor sublime de los místicos, el amor empuja a la poesía.

Sin embargo, lo consigna el saber popular, el psicoanálisis lo corrobora, “no hay amor sin odio”. Y esto, porque el amor no podría escapar, por razones de estructura, a la inestabilidad fundamental de los vínculos narcisísticos. El desaire, los desencuentros, los celos, la rivalidad, el otro no sabría ajustarse a la exigencia de correspondencia sin mácula a la que aspira la integridad del propio yo. No hay, por ello, amor sin odio, aunque la recíproca no pueda ser afirmada. Perspectiva poco proseguida en la tradición de nuestra práctica, afectada por el pregnante binarismo que establece el par antitético amor-odio. Ya que el odio puede no ser siempre, y ciertamente no lo es, el simple reverso del amor, su compañero de aventuras, su contracara necesaria. Existe también el odio sin contemplaciones, un odio sin compasión, sin identificación morigeradora, un odio que pone en escena la ausencia absoluta de amor. Ese odio al que intentábamos aprehender con el nombre de odio puro.

Desde luego, no es ese el odio con el que tropezamos habitualmente en nuestra clínica. El odio corriente es un odio impuro, expresión de un mix de emociones, sensaciones, sentimientos encontrados que tienden a buscar en cualquier argucia su justificación. Un odio que no se acomoda a sí mismo ni se entrega sin reticencias, porque siendo el signo de una satisfacción gozosa, no es experimentado por el sujeto con placer. El odio ordinario es, diríamos, un odio de dimensiones freudianas, jalonado por la ambivalencia de su antagonismo, un odio que puede alcanzar en la cura un carácter sintomático, en la medida en que el que lo padece demuestra querer liberarse de su contrariedad.

El odio se expresa entonces de un modo que reclama un ejercicio de lectura de sus manifestaciones en un abanico de sentimientos, confesados o inconfensables, difícil de enumerar. Desde los celos, la envidia, la agresividad, la rivalidad, la desconfianza, el desprecio, el rencor, la intolerancia, el resentimiento, la venganza, la crueldad, el ataque de cólera, de ira, de rabia, hasta la frontera roja de la furia ciega. Cada una de esas expresiones tiene una estructura específica y responde a una configuración determinada, poseyendo cierta dignidad en la elaboración clínica del psicoanálisis. Así, la primera gran herida narcisística del niño es, para Freud, el nacimiento del hermano, modelo y referencia de toda triangulación celosa ulterior. Y la observación agustiniana del lactante pálido de ira frente a la imagen del hermanito prendido al seno materno (a la que Lacan nos remite innumerables veces), establece el paradigma de la invidia ante la completud del otro que descompone el campo escópico. La agresividad y la rivalidad encuentran su matriz imaginaria en el espacio especular constitutivo de la imagen del yo. Y el enojo reenvía en Lacan a una reiterada referencia a Ch. Péguy, dando cuenta de su aparición cuando “las clavijitas no entran en sus respectivos agujeritos”.

Para Freud, el odio representa un hecho analíticamente insoslayable en la medida en que opera en la formación de los síntomas y muchos de sus historiales se orientan a la puesta en palabras de un deseo de muerte reprimido. Resulta importante tener además en cuenta que cuando por su intensidad y su pregnancia el resentimiento deviene pasión, el cuerpo literalmente lo padece. Reside allí el alcance clínicamente mortífero y mortificante del odio para el propio sujeto.

 

De la ambivalencia a la hainamoration

Pero el odio no tiene para Freud solamente un valor negativo, sino, sobre todo, una decisiva incidencia instituyente. Ciertas vicisitudes del odio resultan para él determinantes en la constitución del aparato psíquico primordial, la instauración y la introyección de la ley, así como en la consolidación de la comunidad humana. Entre 1913 y 1915 mantiene con Stekel un intercambio acerca de la prioridad del odio o del amor, para acordar finalmente sobre el carácter primario del odio. Es el principio del placer el que prevalece en la distinción de un adentro y un afuera originarios, y ese odio primordial es suscitado por y se dirige a los objetos que son experimentados como fuente de displacer; lo que da lugar a la construcción de un mundo ajeno y amenazador como mundo exterior. Asimismo, es el odio compartido el que conduce al asesinato del padre de la horda primitiva, y el remordimiento posterior por el crimen colectivo el que entroniza la prohibición del incesto, instituyendo el sentimiento social de fraternidad. Peripecias que cada sujeto debe atravesar individualmente en relación con el padre edípico, las que le permiten acceder a la institución de la ley y a la identificación sexual. Por lo demás, el odio al extraño refuerza los lazos de pertenencia y el sentido de comunidad. Ese odio originario y constitutivo que persigue destructivamente los estímulos displacenteros, afirmado por Freud como primitivo, debe ser considerado un odio verdaderamente consistente, un odio previo al amor y, por tanto, un odio necesariamente sin amor.

Fuera de esa configuración inicial, el odio se presenta a la observación de Freud con un grado de impureza que denomina ambivalencia; esto es, una combinación de diferentes intensidades relativas de amor y de odio. Pese a hacer referencia a la misma dualidad, la hainamoration lacaniana [odioenamoramiento, odioamoración], no parece estar concebida de modo semejante ni destinada a designar la misma cosa. No se trata simplemente de un cambio de términos en favor de una denominación más ingeniosa, aunque no resulte sencillo precisar sus diferencias. Trataremos de indicar algunas de las más relevantes.

La ambivalencia evoca enseguida la idea de simultaneidad, la presencia contemporánea de dos tendencias de signo opuesto; una suerte de cohabitación, de coexistencia de amor y odio dirigidos al mismo tiempo hacia un mismo objeto; un cocktail de emociones encontradas que suele expresarse privilegiadamente para Freud en los sueños, lapsus y chistes, sorprendiendo la intencionalidad consciente de quien los realiza. La hainamoration, por su parte, además de un claro tinte pasional, introduce una secuencialidad que alude a alguna forma de continuidad entre ambos términos, los que pasan a mantener entre sí una relación de tipo moebiano. Esto es, una suerte de sucesión y alternancia propia y característica de las relaciones amorosas (u ‘odioamorosas’) sostenidas en el tiempo. Las vicisitudes de la transferencia constituyen su evidencia clínica más notoria.

Aunque la palabra ambivalencia haya sido introducida por Bleuler en 1910 y lo haya sido paradójicamente a propósito de la esquizofrenia, el término acompaña a Freud a lo largo de todo su recorrido conceptual, particularmente en el campo de las neurosis y, en especial, en el de la neurosis obsesiva donde sus manifestaciones resultan evidentes. La hainamoration, en cambio, es un neologismo inventado por Lacan relativamente tarde en su enseñanza, a la altura del seminario Encore. Y tanto por su carácter pasional como por su disposición secuencial, parecería deudor de su primera formación con de Clérambault, su “único maestro en psiquiatría”. Porque, efectivamente, la secuencia ‘esperanza – decepción – rencor’ que caracteriza el desarrollo del delirio pasional erotomaníaco aislado por su maestro, también describe, al fin de cuentas, lo que en intensidades regularmente mucho más bajas puede percibirse en todo amor no correspondido. Es notable, al respecto, que el neologismo lacaniano invierta el ordenamiento habitual de la secuencia amor-odio típica de la ambivalencia, cuando en el término hainamoration es el odio el que antecede al amor.

Por lo demás, resulta importante tomar en cuenta que la noción freudiana de ambivalencia se halla estrechamente articulada a la postulación de un dualismo pulsional que Freud se encargó siempre de sostener. Por el contrario, el término hainamoration es forjado por Lacan en el contexto de un fuerte viraje conceptual que es posible situar en ese mismo seminario Encore, cuando el lenguaje pasa allí a ser subordinado a la ‘lalengua’, y definido como ‘una elucubración de saber’ sobre ‘lalengua’. No se trata ya del lenguaje que impone un límite al goce, sino, por el contrario, del lenguaje como instrumento de goce, ese goce propio y exclusivo del ser hablante, el ‘goce del ‘bla bla bla’. Cambio de perspectiva en la que la inter-dicción del lenguaje vira de la prohibición a una modalidad específica de ‘entre-decir’. Pero la noción de goce implica en sí una forma implícita de anudamiento, de reunificación de las pulsiones de vida y de muerte freudianas. Es esa la perspectiva que anima la formación neologística de otros términos empleados en el lacanismo como ‘jalouissance’ [goce de los celos] o ‘frerocité’ [fraternidad feroz], y la ‘hainamoration’ debe ser ubicada en la misma serie. Una serie donde la pasión que afecta al cuerpo, lo moviliza y lo estremece, se conjuga con la pulsión.

Lo que permite entrever que esa diferencia terminológica tiene en verdad un alcance conceptual que repercute también en las modalidades de conducción de la cura. Para Freud, la transferencia supone la repetición, en la actualidad de la relación con el analista, de los vínculos primitivos con los objetos primarios. Como esos vínculos son para él necesariamente ambivalentes, es esa misma ambivalencia la que se reactualiza en la cura. Una porción de la llamada transferencia negativa encuentra para Freud su dilucidación allí, cuando ella no es atribuida más crudamente a una manifestación electiva de la resistencia. Para Lacan, ha insistido en ello, ‘la resistencia es del analista’, una resistencia a escuchar la dimensión del decir en lo que es dicho; o, de otro modo, en su resistencia el analizante resiste a aquellas explicaciones que intentan acomodar su padecimiento a determinadas elucubraciones que lo preceden, lo que puede tomar la forma de una tentativa de sugestión o hasta la de un franco adoctrinamiento. La transferencia para Lacan es en sí, cada vez, un fenómeno nuevo, tributario del inconsciente cuya realidad hace efectiva, y solidario de la instauración del sujeto supuesto saber, nombre lacaniano de la emergencia del inconsciente anudado a la presencia de un analista determinado y relativo al efecto inicial de su acto. El amor de transferencia es una deriva de ese saber supuesto (‘a quien supongo el saber, lo amo’), y hay diversas referencias que articulan precisamente los efectos de odio a la desuposición de saber. Un odio que es también afirmado como ‘más lúcido’ (‘quien me odia sabe también leerme’), precisamente porque escapa a los efectos de la ceguera narcisista característicos del amor. Desde entonces, la transferencia estará escandida, no por la ambivalencia, sino por la hainamoration, y la transferencia negativa será una noción que aparecerá muy raramente bajo su pluma. Aunque, cuando lo hace, lo hace de un modo y en una posición que no deja de sorprendernos.

En efecto, la referencia más conocida al asunto es la que establece en el apartado de la tercera tesis de su Escrito de 1948 «La agresividad en psicoanálisis»: “La transferencia negativa es el nudo inaugural del drama analítico”. Se refiere allí a una transferencia de signo negativo, vinculada en este texto a una puesta en juego de la agresividad, a la que Freud consideraba necesariamente posterior a lo que no sin ironía llamaba ‘la luna de miel del análisis’; y, sorpresivamente, en esa modalidad de transferencia en la que tenderíamos a reconocer fácilmente un motivo de interrupción del análisis (una desuposición de saber que se traduce a menudo por alguna forma de decepción), Lacan celebra, por el contrario, el carácter inaugural de la experiencia.

El odio se revela así un componente inherente a la experiencia analítica concebida en su radicalidad. Pero no es una nueva modalidad de odio lo que Lacan nos promete al final de la cura, sino, precisamente, un ‘nuevo amor’, cuando ese odio debe ser necesariamente atravesado para llegar a un tal final. La destitución del sujeto supuesto saber implica también que la frustración de la demanda no sea ya atribuida a alguna forma de impotencia, sea del orden del saber o del poder, sino a una lógica de la imposibilidad: no hay respuesta apropiada a esa demanda en tanto la falta es estructural, no hay significante en el Otro que le sería adecuada.

Por nuestra parte, insistiremos en que, tal como se nos presenta regularmente en la clínica, el odio suele ser padecido en primer lugar por quien lo experimenta; un afecto que lo perturba, lo hace infeliz y que se presta a ser sintomatizado cuando el sujeto percibe que quizás podría llegar a liberarse de él.